sábado, 14 de septiembre de 2013

Perro rabioso

Ningún sitio donde ir, nadie a quien recurrir, ningún futuro. El momento en que un perro acorralado se convierte en un perro rabioso.
La noche de la explosión en el Bernabeu, Abdulla no durmió. Las primeras horas estuvo andando sin rumbo, perdido por las calles de Madrid, desesperado, devanándose los sesos en busca de una salida.
¿Vamos, guapo?
El rostro de la mujer era una máscara, necesitaría una espátula para retirar todo el maquillaje que lo cubría. Sus pechos rebosaban del generoso escote y su minifalda apenas ocultaba las bragas. Provocativa y desafiante, plantada en el medio de la acera, impedía el paso de Abdulla. El primer impulso del argelino fue apartarla de un guantazo, pero cuando vio que había un tipo unos metros más allá observando la escena cambió de idea.
-¿Cuánto?
-Cincuenta euros, completo.
-No. Es mucho. Solo tengo veinte.
-Por veinte te hago un francés y te dejo que me chupes las tetas.
-Está bien. Me puedo conformar con eso.
-¿Tienes coche?
-No
-Entonces vamos al parque. Sígueme.
La mujer tenía un sitio preparado en el parque, en un rincón apartado entre un seto y un muro. Hasta una manta cubriendo el suelo. Era imposible que nadie los viera, a no ser que metiera las narices exactamente allí.
La mujer se sentó sobre la manta y liberó sus tetas solo tirando levemente del borde de su escote. Abdulla permaneció un momento de pie, observándola.
-Ven aquí, cariño, que no te voy a morder.
Abdulla se abrió la bragueta y se arrodillo frente a ella.
-Espera, primero la pasta.
Él busco en su bolsillo y le dio un billete de diez euros.
-Habíamos dicho veinte.
-Los otros diez cuando acabemos.
La mujer guardo el billete en su bolso, pero cuando sacó la mano sujetaba un spray de autodefensa que puso amenazante delante de la cara de Abdulla.
-De eso nada. El dinero por delante.
-Tranquila, no necesitas eso.
Pero al mismo tiempo sujetó con fuerza la muñeca de la mujer con su mano izquierda, apartando el spray de su cara, mientras que, con el canto de su mano derecha, golpeaba violenta­mente su garganta para que ella no pudiera gritar. Estaba seguro de que el hombre que les observaba cuando la encontró no debía estar muy lejos. Luego, rápidamente, se echo sobre ella, clavando su rodilla entre sus tetas a la vez que sus manos apretaban su cuello. Ella no llego a resistirse, el golpe en su garganta la había dejado ya sin aliento. En dos minutos empezó a sufrir espasmos y después se quedó mortalmente inmóvil.
Abdulla registró a la mujer y su bolso. Sin suerte: solo encontró el billete que él le había dado, ni un céntimo más, nada de valor. Cogió el spray y se fue de allí.
No había caminado más de treinta metros cuando apareció el hombre cerrándole el paso.
-¿Dónde está la Yoli?
-¿Quién?
-No te hagas el tonto. La mujer que venía contigo.
-¿Esa? Se ha quedado en su madriguera, limpiándose -dijo, mientras intentaba esquivarlo.
El otro se movió a un lado para no dejarle pasar y mostró la navaja que llevaba en la mano.
-Tú no te mueves de aquí hasta que aparezca la Yoli.
-Venga, hombre. No te pongas así. ¿Por qué no vas a buscarla y me dejas en paz?
El hombre dio un par de pasos hasta poner el arma en su estómago.
-Mejor vamos los dos juntos. Como le hayas hecho algo a la Yoli te saco las tripas.
Abdulla roció con el spray la cara del tipo que soltó la navaja para llevarse las manos a los ojos. El argelino le dio una patada en la entrepierna y el otro cayó al suelo sujetándose ahora los genitales. Abdulla, sin dudar un momento, cogió la navaja y le degolló.


Está vez tuvo algo más de suerte. El muerto llevaba encima más de quinientos euros y la documentación, que también le podía resultar útil.

La sonrisa de El Mona

¿Y bien…?
Lopes sacó de la cartera el disco duro y la carpeta verde de Waldo. Los puso sobre la mesa.
Esto es lo que recogí en casa de Waldo.
La sonrisa de El Mona no había cambiado después de tantos años.
Estaba seguro de que podía contar contigo.
Y yo espero no equivocarme confiando en ti.



lunes, 28 de noviembre de 2011

Odio


-¿Seres humanos? No son seres humanos, son sólo algo que pasa, que sucede. Quizás lo somos todos, pero en ellos es tan patente... Por eso no los odio. No se puede odiar el frío, las tormentas o los terremotos.

Placer


Las encontré en mi dormitorio, en mi cama. Las dos desnudas, abrazadas, sudando de placer.
Me quedé en la puerta con la boca abierta, sin palabras. Hasta que los ojos húmedos de Clara me llamaron en silencio como tantas noches.

Sueños


Cuando los sueños se hacen realidad pueden convertirse en pesadillas.
O hacer de tu vida un sueño delicioso.

Última hora

Explosión en el Bernabéu



Roberto Blanco, Madrid
El partido entre el Real Madrid y el Barcelona fue suspendido a los treinta y cinco minutos de juego cuando se registró una explosión en unos servicios del estadio Santiago Bernabéu.
En la deflagración murieron Adolfo H. F., Ramiro F. F. y Pedro P. R., miembros del grupo neonazi 18NS. Según la hipótesis que maneja la policía, pudieron encontrar casualmente el arte­facto, sin duda colocado por ETA, que explotó cuando intentaban manipularlo.

Una cosa rara


Ramiro, no tengas morro, échanos una mano con la pancarta.
Un momento, Adolfo, que me estoy meando.
Tú siempre tan oportuno. Debías ir al médico a que te miren la próstata. Eres un picha floja.
Ramiro entró en el váter, pero no meó, volvió a salir inmediatamente.
Tíos, alguien se ha dejado ahí dentro una cosa muy rara.

Solo


Hace tiempo que Abdulla Akjatar no cree en nada ni en nadie. Su fe se derrumbó en el primer interrogatorio de la policía. El universo de Abdulla lo compone sólo él.
Él, solo. No tiene por quién morir, y no quiere morir. Tampoco tiene horizonte. Dónde ir, a quién buscar. Huir, sobrevivir: su única fuerza.
Él, solo. Entre la multitud que entra en el estadio. Hace un minuto, Ibn Al-Tayyibun le despidió en el coche:
Hermano mío, Ala te está esperando. Bendito seas.
Y le besó. En su última mirada había un brillo de macabra ironía.
Horas antes, cuando le ponían la carga explosiva alrededor del pecho, Abdulla sabía que no era ningún elegido de Ala: era un condenado a muerte. Para Al-Baytun era más valioso un mártir que una víctima de un ajuste de cuentas.
Desde la fuga de Rebibbia, Abdulla no había encontrado la oportunidad para huir de Al-Baytun. Fingía ser un militante convencido de la yihad aunque sospechaba que nadie le creía. Cuando Ibn Al-Tayyibun le propuso la autoinmolación no pudo negarse o se hubiera convertido –otra vez– en un traidor. El callejón en que le habían metido acababa allí: él, solo, entre la multitud que entraba en el estadio, con el pecho rodeado de explosivos.
El detonador se activaba tirando de una anilla que le caía justo sobre el ombligo. Según las instrucciones de Ibn, debía hacerlo media hora después de comenzar el partido. Abdulla no descartaba que existiera otro método para explotar la carga; quizás con una llamada de móvil o un temporizador. Le importaba una mierda cuándo y cómo explotara aquello, lo único que quería era no estar dentro en ese instante.
Si Ibn no le había mentido también en eso, tenía algo más de media hora para desembarazarse de su mortal chaleco. Entró en unos servicios, buscó un váter con el cerrojillo en buen estado y se encerró dentro. Mientras se desnudaba, una idea hizo que le envolviera un sudor frío: si no se fiaban de él podían haber instalado un dispositivo para que aquello reventara al intentar quitárselo.
El detonador de la anilla de su ombligo era sencillo, con algo de cuidado no tenía por qué suceder nada al despegarlo de su cuerpo. Tanteó en su espalda: una parte de su letal corsé contenía mecanismos y cables en lugar de material explosivo: era otro detonador. El instinto de supervivencia convirtió en ojos los dedos de Abdulla, tocando bajo la parte inferior encontró un cable fijado con cinta adhesiva a su piel independientemente del chaleco. Si se lo quitaba, aquel cable se desconectaría y ¡boom! Se acabó. Era simple pero eficaz.
Le costó más de diez minutos despegar la cinta sin tirar del fatídico cablecito. Por fin consiguió despegarse totalmente de la mortífera trampa. Se vistió y salió de allí como alma que lleva el diablo.
Estaba a varias manzanas del estadio cuando escuchó un estruendo, un clamor... Abdulla no sabe si fue una explosión o un gol del Madrid. Ahora es –otra vez– el hombre más buscado y odiado del mundo.

Manteca


¡Nadie sabe como ha sido, pero la cruz ya se ha caído!
Durante todo el concierto, el escaso pero entusiasta público no había dejado de corear esa cantinela después de aplaudir cada tema. Golden Gate Mambo era un grupo instrumental; los micros de voz sólo los utilizaban para presentar el próximo número o dar algún que otro grito para animar el cotarro. Pero en su segundo bis, en la improvisación final de “Manteca”, Charlie Ramírez, con su voz rota por el humo y el alcohol, se lanzó a incorporar aquel estribillo al ritmo enloque­cido de la banda.
¡Ay, mami, que tú no sabes como ha sido, pero la jodida cruz por fin ha caído!¡Cayó, cayó, cayó, la cruz ya se jodió!¡Esa cruz ya no la levanta ni Franco ni su panda!
Fue la versión de “Manteca” más larga de la historia de la música: una catarsis colectiva de músicos y espectadores.
Charlie entró en los vestuarios del campo de fútbol, que utilizaban como improvisados came­rinos, sudando como un pollo y feliz como un niño. Su humor cambió instantáneamente cuando vio aquel espectro con su chupa puesta.
¡Eh, tú, pendejo! Quítate ahorita mismo ese saco o te parto el alma, cabrón.
Por favor, espera un momento. Déjame que te explique. No quería robarla, pensaba devolvértela. Pero necesito ropa –suplicó Waldo mientras se quitaba la chupa.

Última hora
Sangrienta fuga de
la cárcel de Rebibbia
Roberto Blanco, Roma
Nueve peligrosos terroristas islá­micos se fugaron ayer de la cárcel romana de Rebibbia dejando tras ellos un reguero de sangre y fuego. Los terroristas, entre los cuales se encontraban el asesino confeso del Santo Padre, Abdulla Akjatar, y el máximo dirigente en Europa de la organización Al-Baytun, Ibn Al-Tayyibun, conta­ron con el apoyo exterior de dos helicópteros que masacraron con misiles y armas automáticas a los vigilantes de la prisión, causando entre ellos ocho muertos y cinco heridos muy graves, produciendo, además, enormes destrozos en las instalaciones penitenciarias de Rebibbia. A estas víctimas hay que añadir los siete funcionarios que murieron degollados a manos de los fugados.
La policía italiana trata de localizar la base de los helicóp­teros que intervinieron en el inesperado y rápido ataque aunque no cuenta, de momento, con nin­guna pista.

Seis minutos


Ha llegado el momento. Nos vamos.
Abdulla no había vuelto a ver a Ibn Al-Tayyibun desde que, tres días antes, le habló en el patio.
Os esperaba ayer. Ya pensaba que habíais abandonado.
Un pequeño problema de logística. Pero ya está resuelto y todo controlado. Vamos: sólo tenemos seis minutos para llegar al patio. Toma, puedes necesitarlo.
Abdulla cogió el revólver que Ibn Al-Tayyibun le ofrecía. Él llevaba una automática, y un compinche mantenía otra en la nuca del funcionario al que habían obligado a abrir la celda. Otros dos tipos portaban sendos machetes bien afilados, uno de ellos manchado de sangre. Los disparos no debían sonar todavía y las armas blancas son silenciosas.
Nueve presos con tres rehenes llegaron a la puerta que daba al patio, dejando en los pasillos cuatro degollados. Pero ninguna alarma había sonado. Ibn Al-Tayyibun hizo un gesto para que el grupo se detuviera.
Tenemos que esperar. Faltan 30 segundos.
Se empezó a oír ruido de motores acercándose. Cuando pasaron los 30 segundos, sonaron detona­ciones y explosiones: un helicóptero apareció por el oeste vomitando fuego sistemáticamente sobre las garitas de vigilancia. Otro llegó desde el norte y descendió sobre el patio de la cárcel.

Un perfil delicuencial verosimil


Entonces retíreme del caso.
Me malinterpreta, Inspector. No tengo ninguna duda de su valía, ni de su profesionalidad. Mi crítica a su investigación se refiere sólo a la adopción por su parte de un punto de vista erróneo. Lo único que le pido es que abandone ese punto de vista, que utilice hipótesis más realistas, que busque sospechosos con un perfil delincuencial verosímil. Lo que pasó en la estación fue un atentado; mantener otra cosa, pensar siquiera en otra posibilidad, es absurdo y, lo que es peor, hacerle el juego al terrorismo.
Pero…
Mire, Carretero, a veces hay asuntos que es preferible pasar por alto. Usted debía saberlo mejor que nadie: si hubiéramos considerado ciertos aspectos de su pasado, no sería ahora inspector. Creo que me expreso con claridad.
Con total claridad, señor Director General.
Deje en paz al señor Obispo. Es un santo, se lo garantizo. Fue mi director espiritual y nos conocemos profundamente. Busque otras explica­ciones, los sacerdotes son mártires, no mafiosos. Y una última cuestión: el caso es delicado, quiero reserva absoluta y confío en su discreción. Me informará directamente a mí, y sólo a mí, del progreso de sus investigaciones.
Así lo haré, señor Director General.
-Le felicito, Inspector Carretero, estoy seguro de su gran porvenir como policía. Espero su primer informe el lunes a primera hora.

El barbudo


Sólo hay algo a lo que el hombre no puede acostumbrarse: el miedo. El miedo constante, interminable, absoluto. Que muerde y se instala en algún rincón del cerebro para crecer y no abandonarlo jamás. Que puede convertir a una persona normal en un monstruo sanguinario capaz de cualquier cosa. El miedo y el odio: la inseparable pareja detrás de todas las atrocidades humanas.
Abdulla Akjatar lo sentía en el pecho, latiendo como un corazón extra no deseado, desde su infancia. Miedo al hambre, a los pálidos enviados del diablo que un día quemaron su casa y asesinaron a sus padres, a un dios terrible y vengativo como todos los dioses que el propio miedo inventa en los hombres…
Ahora, una vez más entre los muros de la prisión, amenaza con ahogarle. Abandonado por sus protectores, cualquier cristiano puede pincharle para vengar el magnicidio, o cualquier musulmán, cada día más numerosos en las cárceles europeas, degollarle para castigar su traición.
Cuando el barbudo de la chilaba se acerca, los dos corazones de Abdulla se disparan.
Es selám alíkum.
Abdula se encrespa como un gato acorralado dispuesto a defenderse con uñas y dientes, pero contesta:
U alíkum es selám.
Estamos en deuda contigo. Has hecho, tú solo, lo que ni siquiera nos atrevíamos a intentar.
El barbudo se inclina levemente mientras lleva su mano al corazón.
-Mi nombre es Ibn Al-Tayyibun y te presento mis respetos. Cualquiera que hayan sido tus pecados, Alá te ha señalado. Ahora estás en Al-Baytun. Tenemos planes: con la ayuda de Alá, nos iremos de aquí pasado mañana y tú vendrás con nosotros.
Abdula se relaja. Pero el miedo, su eterno compañero, no le abandona.

Una nueva cruzada


LA FE”
Revista de la Congregación de Cristo Rey núm. 566
EDITORIAL
Hace años que, desde estas páginas, lo advertimos incansablemente: existe una confa­bulación contra la Santa Iglesia Católica y nuestra fe. Un contubernio, cuyos protagonistas son el ateismo marxista, que muchos ingenuamente creen derrotado, y el Islam. Se nos ha tachado de fantasiosos y alarmistas, hemos soportado críticas despiadadas inspiradas en un ecumenismo trasno­chado y mal entendido. Pero nuestra fe nos ha man­tenido firmes en la denuncia. Se nos ha objetado que uníamos dos ideologías incompatibles. Pero nosotros sabemos que el Diablo puede adoptar cualquier forma, y nuestros enemigos son sólo su encarnación. El apoyo de la antigua Unión Sovié­tica a países musulmanes, el Frente para la Libe­ración de Palestina, Argelia, Libia, Irak… lo demuestran. El terrorismo internacional tiene un objetivo claro: acabar con la civilización occidental, y los últimos acontecimientos son la prueba de que apuntan al corazón de esa civilización: el cristianismo que es su origen y fundamento espiritual.
Las autoridades, tanto eclesiásticas como civiles, han hecho oídos sordos a nuestros avisos. Han preferido meter la cabeza en la tierra, como las estúpidas avestruces, en lugar de enfrentarse a la amenaza del Maligno. Después de los abomi­nables asesinatos del Santo Padre y de nuestros hermanos Camilo y Cristóbal, después del sacrílego atentado contra nuestro símbolo sagrado: la voladura de la Santa Cruz de los Caídos; nos preguntamos: ¿qué nueva atrocidad será necesaria para que se quiten la venda de los ojos?
Una nueva Cruzada es necesaria. Ha llegado el momento de que todo cristiano verdadero se levante y luche por la defensa de nuestra fe, de nuestros valores eternos, de nuestra paz, de nuestra vida en Jesucristo.

El móvil


Una luz leve, quizás una vela, se encendió en la ventana del edificio que dominaba el huerto: era nuestra señal tácita.
Como otras noches abandoné mi celda y salí al huerto. Ya estaba húmeda cuando llegué al centro. Apenas me había quitado la toca cuando se intensificó la luz en la ventana y un hombre, mi amante a distancia, se asomó. Me quedé desconcertada, aquello no era lo habitual. Él lanzó algo parecido a una pelota que rodó hasta mis pies. Lo recogí, era una bola de gomaespuma con un poco de celo alrededor. Lo abrí, dentro había un móvil. En cuanto lo tuve en la mano se encendió y empezó a vibrar. Apreté la tecla de comunicar y me lo acerqué al oído.
¿Sí?

Un mensaje


Estar yo aquí esta noche sería lo mismo que meterme en tu cama cuando estás follando con tu amante –le interrumpió Laura.
El dormitorio de Lopes se llenaba con los reflejos dorados del atardecer. Los dos miraban fijamente por la ventana, buscando en el huerto de las monjas la solución a su problema.
Puedo hacerme pasar por su hermana para intentar verla.
Recuerda que nadie sabe que está aquí, ni su propia familia. Además, según Waldo, Clara no es una monja normal y no está en el convento voluntariamente, sino… algo así como secuestrada.
O escondida.
O ambas cosas. Tenemos que hacerle llegar un mensaje… Se lo puedo lanzar por la ventana.
¿De qué servirá, si no puede contestarte?

El Anticristo


Claro que estoy seguro de que es el Anticristo. ¿Cómo si no, puede un Papa falsear la palabra de Dios dada a los hombres a través de su madre, la santísima Virgen? Ha escrito él mismo un falso Tercer Secreto para revolucionar la Iglesia y hacerla caer en las garras del comunismo y el Islam, para disolverla en un humanismo débil y decadente. Hasta la fecha que ha elegido es una blasfemia: el 13 de mayo lo hará público y entonces será el fin: entregará el mundo al diablo.
»No podemos quedarnos de brazos cruzados. Debemos actuar, Dios nuestro señor nos lo pide.
»La Congregación y la Obra siempre han tenido diferencias. Y las seguiremos teniendo en el futuro, pero la eliminación del Anticristo incumbe a toda la cristiandad: nos atañe a ambos.
»Nosotros nos ocuparemos de todo, sólo necesitamos que los guardias suizos afines a la Obra permitan que nuestro mensajero se acerque al Perverso.

Presunto asesino


Su amigo no está muerto. O, por lo menos, no es el cadáver que encontramos el otro día. Las huellas dactilares no coinciden. El individuo murió de un disparo en el corazón, a quemarropa. La cara se la destrozaron luego, cuando ya estaba muerto.
Menos mal… ¡Eh, oiga! ¡Tenga cuidado, deje esa figura! Carretero dígale que la deje, la va a romper.
Tiene que comprobar que no puede tener nada dentro. No se preocupe: no la romperá.
El Inspector había vuelto con la orden de registro. Mientras hablaba con Lopes sus hombres ponían patas arriba el apartamento. Lopes estaba tranquilo porque sabía que no encontrarían nada, pero no lo estaba tanto en cuanto a como quedaría su casa.
¿Es necesario todo esto? Si Waldo no es el muerto, ¿por qué este registro?
Precisamente por eso: su amigo ha pasado de asesinado a presunto asesino.

Chapuza


Le ardía la cara. Por la bofetada del Padre Lucas y la humillación a partes iguales. El Hermano Miguel se defendió como si fuera un seminarista novato:
Si el Hermano Cristóbal hubiera conocido el camino no habría pasado nada.
Y para solucionarlo usted le destrozó la cabeza de un tiro.
Ya le he dicho que fue el hombre gris quien me hizo disparar.
Cállese. Son ustedes unos inútiles. Se lo dije, me canse de repetirlo: los queríamos vivos. A los dos. Sobre todo al que ha muerto. Puede estar orgulloso, nos ha cerrado una importante fuente de información sobre la Obra.
No tuve más remedio: intentaba quitarme la pistola.
Vamos de chapuza en chapuza.
En la penumbra el Inquisidor fumaba en silencio. Las palabras salieron ahora de su boca, mezcladas con el humo, en su habitual tono de sermón apocalíptico:
Hermanos, olvidan con mucha facilidad que luchamos contra el Maligno en persona. No se trata esta vez de herejía o maldad humana. Cualquiera de nuestros enemigos es una manifestación de Satanás. Necesitamos una fe absoluta para que el Señor guíe nuestro brazo, sin ninguna sombra de duda en nuestras acciones. Nuestro objetivo es claro y nada debe desviarnos de su consecución. La vida y la muerte no importan en nuestra lucha porque no se trata de una batalla terrenal: somos los protagonistas del enfrentamiento definitivo entre el bien y el mal eternos. No podemos fallar. No le podemos fallar a Dios Nuestro Señor.
Apagó la colilla del cigarrillo y encendió otro bajo la mirada expectante del Padre y el Hermano. Continuó hablando mientras soltaba la primera bocanada de humo:
Escuchen atentamente porque es el Espíritu Santo quien me dicta lo que debemos hacer: el rostro del muerto tiene que quedar irreconocible, da igual como lo hagan, luego metan en uno de sus bolsillos la documentación del tal Waldo y lleven el cadáver a algún lugar de las afueras poco transitado.
Pero Eminencia, no dará resultado: la policía descubrirá enseguida que el muerto no es ese Waldo.
El Inquisidor fulminó con una mirada al Padre Lucas. En cualquiera otra ocasión habría montado en cólera, pero en ésta lo impidió la complacencia en su superioridad. Continuó sonriendo:
Lo sé. Y entonces pensarán que lo asesinó y quiere pasar por muerto. Que lo estará, pero tendremos que esperar unos días. Nos vendrá bien para tener algunas conversaciones con él. Se puede quedar aquí, en el Valle, en una celda del convento, los benedictinos son discretos y no hacen preguntas.

Es ella


Anoche estuve mirando más despacio los papeles de Waldo. Investigó la vida de Jasón, el guardia suizo suicidado, o asesinado como parece ser que descubrió. Resulta que tenía un romance con una chica española. Consiguió una fotografía. La he traído, mira, ésta es... Ha desaparecido, sólo sabemos que se llama Clara... ¿Qué te pasa? Te estás poniendo blanco. ¿La conoces?
Además de blanco, Lopes se quedó mudo: en un segundo, sin previo aviso, su mágico fantasma erótico había tomado cuerpo, nombre y hasta historia.
Por la distancia y la oscuridad, en sus “contactos” nunca había visto su rostro con claridad, pero aquella mirada que le golpeó desde la fotografía no dejaba lugar a dudas: era ella, su aparición nocturna.
Es ella, estoy seguro, es ella –balbuceó, por fin, anonadado.
Laura le miraba extrañada, jamás había visto así a Lopes.
¿Quién? –preguntó dominada por la curiosidad.

El Tercer Secreto


¿Has leído este artículo? Ahora resulta que el Tercer Secreto profetizaba el asesinato del Papa. Además ha sido un trece de mayo como la primera aparición de la Virgen. Qué coincidencia.
¿Coincidencia? No lo creo. Los asesinos han elegido la fecha. Y no hablo del argelino que apretó el gatillo: hablo de los que guiaron su mano desde las sombras del propio Vaticano. No sé por qué ni para qué, pero no es casual. La historia de los Tres Secretos es demencial, son comodines que los fundamentalistas católicos se han sacado de la manga cuando han necesitado. Parecen capítulos de una mala novela de terror: una visión infantil del infierno, el peligro comunista y la predicción del asesinato del Papa que teóricamente él mismo iba a anunciar. Todo muy apocalíptico. Todo transmitido por una chiflada encerrada a cal y canto en un convento, a quien nadie ha visto desde que era una niña.
Lo peor es que, según la Iglesia, todo encaja y, por ignorancia o conveniencia, todavía hay mucha gente dispuesta a creerlo.
Lo han hecho encajar según su conveniencia. Es más exacto.

Golden Gate Mambo


Los Golden Gate Mambo habían terminado la prueba de sonido. Esa noche debutaban en España, en el IX Festival de Música Diversa, organizado por la asociación cultural de un pueblo de la sierra madrileña.
Charlie Ramírez y Eddie Sicilia subieron a un cerro próximo al pequeño campo de fútbol donde iban a actuar para fumar un joint disfrutando del anochecer.
¿Has visto, Charlie? Allí, a la derecha: una cruz enorme. Debe ser una catedral o un sitio de esos donde se hacen milagros.
Charlie interrumpió la calada que estaba dando y se quedo mirando a su amigo con cara de incredulidad y asombro: Eddie era tan buen trompetista como corto de entendederas.
¿Qué coño dices, man? ¿De dónde sacas eso de los milagros?
Mi madre es católica. Siempre habla de los miles de enfermos que se curan en Fátima o Lourdes.
No me digas que crees las fantasías de tu mama. Como todos los gringos no tienes ni idea de qué pasa en Europa. Y menos en este país.
Aunque te apellides Ramírez eres tan gringo como yo y también es la primera vez que sales de los Estados Unidos.
¿Te acuerdas de mi abuelo Richard?
Eddie asintió.
Vino a España en 1937, con la Brigada Lincoln, a luchar contra los fascistas de Franco. Le pegaron un tiro cerca de Madrid y volvió herido a California. Cuando Franco ganó la guerra dos amigos suyos españoles se exiliaron en Frisco, él les ayudó a encontrar trabajo y rehacer su vida. Por eso siempre estuvo enterado de lo que sucedía aquí, me contaba historias todas las noches. Esa cruz la construyeron prisioneros de guerra como si fueran esclavos, muchos murieron en las obras. Es un macabro monumento de la megalomanía del dictador. Lo peor es que ese asesino y otros dirigentes fascistas están todavía enterrados allí. Al abuelo Richard le hubiera encantado verla derrumbarse.
Permanecieron un momento en silencio, cada uno absorto en sus pensamientos, con la vista clavada en la cruz.
Y a mí también –concluyó Charlie.
En ese instante una nube de polvo y fuego brillo en la base de la cruz, el estruendo de una fuerte detonación les hizo dar un respingo.
Charlie y Eddie observaron boquiabiertos como, despacio, a cámara lenta, la Cruz de los Caídos se derrumbaba.
Ahora los dos pensaban en milagros.

El jardín


Puse el cursor del ratón sobre un archivo de nombre “Conclusiones personales” y lo abrí.


La distancia de un fanatismo a otro es muy pequeña. El asesino del Papa, Abdulla Akjatar, oficialmente un terrorista islámico, mantiene ser un ferviente católico y llamarse realmente Benito de María. Nadie le cree y nadie dio importancia a sus declaraciones, menos aún cuando hablaba de anticristos, demonios y curas instigadores del asesinato. Sin embargo, la historia es tan extraña que seguramente tiene una base real.
Pregunta 1: ¿No es posible que exista una secta que maneje esos conceptos dentro de la propia Iglesia?
Por otra parte ninguna organización fundamentalista reivindicó el magnicidio y Abdulla no pudo actuar solo.
Llegar tan cerca del Papa con un arma, teniendo en cuenta el despliegue de la Guardia Suiza y el estricto control de quién podía aproximarse, es también muy extraño.
Pregunta 2: ¿Le facilitaría el acceso alguien de dentro del Vaticano?
Y la pregunta clave: ¿Puede ser ésta la conexión entre el asesinato del Papa y el de Maurice Gunzwill?


Esta vez Waldo se había metido en un jardín con más espinas que rosas.

El hombre perfecto


Tenemos el hombre perfecto para la operación. De momento se llama Abdulla Akjatar, pero pasado mañana se bautizará como Benito de María. Pertenecía a un grupo islamista radical argelino, después de una detención se hizo confidente de la policía. Sus compañeros lo descubrieron y tuvo que salir corriendo. Le hemos dado refugio. Ha tenido que elegir: la cárcel y la venganza de los que traicionó o religión, identidad y vida nuevas. Ha abrazado la fe católica con entusiasmo y cree con nosotros en la necesidad de librar a la Iglesia del Anticristo.
El Inquisidor no dejó de mirar la brasa del cigarrillo que se consumía entre sus dedos.
Está bien, creo que servirá, pero quiero hablar con él personalmente. Y nada de Benito de María: tiene que ser Abdulla, el integrista argelino, quien ejecute el designio divino. Sólo así evitaremos el cisma y la destrucción total de la Iglesia. No debemos menospreciar al Maligno, puede utilizar la muerte de su vehículo humano para acabar con nosotros en una blasfema imitación de nuestro señor Jesucristo, cuyo sacrificio en la cruz es el eje y pilar de nuestra salvación.

domingo, 27 de noviembre de 2011

¿No quieres ser santa?


¿No querrás que te pase lo que a tus primos?
La niña no contestó, siguió con la vista perdida a través de la reja de la ventana, quizás buscando otra visión. El Inquisidor se interpuso entre la niña y la ventana. Ella miró al suelo y él continuó:
Tú sabes que la Virgen les castigó por contar mentiras. Tienes que quedarte aquí para que no te ocurra lo mismo. ¿Es qué ya no quieres ser santa? Y, sobre todo, no hablar con nadie, ni de lo que viste ni de lo que no viste.

El Mona


La lluvia no había cesado en toda la tarde y la oscuridad se había adelantado. Lopes permanecía apoyado en el marco de la ventana mirando la calle. Aún era pronto para su cita con la otra ventana, la de su dormitorio. ¿Aparecería su visión con aquella lluvia? Un cigarrillo humeaba colgando de la comisura de sus labios. Tenía la luz apagada y la penumbra se había apoderado de la habitación.
Un coche negro apareció en lo alto de la calle. Avanzo lento hasta detenerse frente a su casa. Dentro había cuatro hombres, tres bajaron, todos con gabardina y sombrero calado, y se dirigieron a su portal, el cuarto se quedó esperando al volante. Sonó el portero automático y Lopes fue a cogerlo.
¿Sí?
¿Lopes? Soy el Inspector Carretero. Haga el favor de abrirnos, tenemos que hablar con usted.
Suban.
Lopes colgó el aparato y entreabrió la puerta del apartamento. Se sentó en su sillón de orejas y esperó.
Al momento la puerta se abrió de par en par. Les mosqueó la luz apagada porque todos entraron con la mano derecha bajo el sobaco izquierdo.
Encienda la luz —dijo el Inspector Carretero.
Lopes encendió una lámpara a su lado. El Inspector Carretero dio un par de pasos dentro de la habitación y se quedó mirando a Lopes mientras se echaba el sombrero hacia atrás. El contraste entre sus ojos de niño y la boca grande, dura, de labios finos, hizo que un recuerdo se abriera paso en el pensamiento de Lopes.


El Mona había llegado al barrio en la adolescencia desde algún pueblo perdido de Extre­madura. Le recuerda alto y huesudo, con la cara todavía curtida por el aire y el sol, con las manos grandes y fuertes de trabajar desde la infancia, con las mangas y las perneras de los pantalones cortas y algún remiendo, con el pelo de punta, rebelde, resistiéndose al peinado y, sobre todo, con aquellos ojos y aquella boca. Es curioso, pero nunca había sabido su nombre ni por qué le llamaban El Mona.
Siempre en la calle desde el primer día, se adaptó rápidamente al barrio: a los pocos meses, ya llevaba minipul, pantalón campana y el pelo largo, las tardes de sábados y domingos buscaba pelea en los antros para jactarse luego en los billares y acosaba a alguna chavala que no quería saber nada de él. En dos o tres años se dedicaba a pequeños robos. En una ocasión le había visto, con El Garbanzo, en un vespino, quitar el bolso del tirón a una vieja.
Por aquella época, Lopes, había abandonado el barrio y no había vuelto a saber más de El Mona. Hasta que, no hacía mucho tiempo, se encontró a su hermana en unos grandes almacenes. Cuando la pregunto por él, esperaba alguna triste historia de cárcel y heroína, pero se equivocaba.
¡Muy bien! Se ha casado y tiene dos niñas —fue su respuesta.
¿Y a qué se dedica? —preguntó Lopes.
Es policía.


¿Nos conocemos? —Pregunto el Inspector Carretero.
Es posible, el mundo es un pañuelo —contestó Lopes.
Aunque no le había invitado a hacerlo, el Inspector Carretero, se sentó en una silla frente a Lopes. Sus dos acólitos se quedaron de pie.
No sé, me suena su cara —dijo, como para sí mismo.
Luego, dirigiéndose directamente a Lopes:
¿Conoce a Waldo?
Sabe usted que sí.
¿Desde hace mucho?
Mucho. Desde que teníamos quince años.
Pasó usted el otro día por su domicilio y recogió sus cosas, ¿verdad?
Lopes asintió con la cabeza. El Inspector Carretero sacó un papel de su bolsillo y se lo acerco a Lopes que no hizo intención de cogerlo.
Es una orden, para que nos entregue cualquier pertenencia de Waldo, que esté en su poder.
¿Por qué? ¿Qué ha pasado con Waldo?
¿No lo sabe?
Sé que ha desaparecido. Me llamó para que cogiera algo de ropa de su casa. Quedó en volverme a llamar para decirme a que dirección se la mandaba, pero no lo hizo.
Ya ha aparecido y es una historia muy fea.
¿Cómo de fea?
Carretero se quedo un rato callado mirando fijamente a Lopes, buscando alguna reacción, algún gesto en su rostro.
Ha sido asesinado –sentencio por fin.
¿Qué? —Lopes no podía creerlo.
Encontramos su cadáver y no deja lugar a dudas —dijo el Inspector Carretero levantándose–. Por favor, entréguenos las cosas de Waldo.
Lopes trajo la maleta de Waldo.
¿Cómo saben que es él? —preguntó.
Llevaba documentación.
El Inspector Carretero hizo una seña y uno de sus acólitos cogió la maleta. Al salir, como quien olvida algo, se volvió y dijo:
Por cierto, tendrá que pasar por el depósito para reconocer el cadáver. Es urgente, no lo deje.
Salió cerrando la puerta tras de sí.
Lopes, encendió un cigarrillo, apago la luz, se acerco a la ventana, se apoyo en el marco. Fuera, el coche negro desapareció lento calle abajo. Había dejado de llover.

Un pequeño mitin


Le puedo asegurar, señor Leopoldo, que al menos en España y Portugal la Inquisición sigue en activo, camuflada ahora en la Congregación. Los conventos de clausura son, en realidad, cárceles y lugares de tortura. Más refinada ahora, claro, con métodos psicológicos y cosas así, pero igual de cruel y despiadada. Eso sí: siempre clandesti­namente. ¿Me puede decir cuando ha inspeccionado a fondo alguno de esos anacrónicos centros un observador imparcial?
¿Imparcial como usted, amigo Dosdías, que es un anticlerical recalcitrante?
Claro que soy anticlerical, porque amo la verdad y la libertad. Porque creo que la disciplina, la obediencia, el miedo al castigo y la fe, sí la fe, degradan al hombre. Y esos son los pilares de la Iglesia por más que hablen de amor, caridad y otras monsergas.
Es usted incorregible: aprovecha cualquier ocasión para dar un mitin.

La limpieza


Waldo vivía de pensión. En casa de Lucrecia, una exmonja que ahora arreglaba huesos y torceduras de la que Lopes no se había fiado nunca. Tenía que pedirle la llave de la habitación y si la poli aparecía por allí seguro que les contaría que él había estado “limpiando”.
Hola, Lucrecia. Me ha encargado Waldo que te pague este mes por adelantado porque no va a venir en unos días.
La mujer le miró con cara de no creerse nada.
Ah, también quiere que le recoja algo de ropa.
La incredulidad le salía a Lucrecia por los ojos. Y por la boca:
¿Para qué?
Ha quedado en llamarme para decirme donde se la mando.
Lucrecia seguía sin creer una palabra, pero una mensualidad por adelantado era un buen cebo. No podía dar una cosa por cierta y la otra por falsa, así que le cambió a Lopes la llave por el dinero. Un leve soborno.
La habitación de Waldo estaba moderadamente ordenada y limpia. Sobre una mesa de despacho, junto al teclado del ordenador, una carpeta verde en la que había escrito con rotulador “VATICANO”. Lopes sacó un destornillador y desmonto la torre del ordenador, sustituyó el disco duro por otro que había traído y volvió a montarlo. Bajó una maleta llena de zapatos de encima de un armario y la vació en un rincón, luego metió en ella la carpeta y el disco duro y terminó de llenarla con ropa.

Llamada urgente


Un momento. Me llaman por el fijo. No cuelgues.
Jasón dejó su diminuto móvil sobre la mesa y cogió el vetusto teléfono negro que había a su derecha.
Dígame.
Escuchó un momento y meneó levemente la cabeza con un gesto de desagrado.
A sus ordenes, comandante. Ahora mismo voy para allá.
Después de colgar el pesado aparato se quedó unos segundos mirando el techo antes de volver a coger el móvil.
Clara, perdona. Era el comandante. No sé qué tripa se le habrá roto ahora pero tengo que ir a su apartamento. Inmediatamente, ha insistido. No entiendo por qué tanta urgencia.
Sin dejar de escuchar se levantó y abrió el armario.
No, no estoy de servicio. Pero no me puedo negar. Ya te he contado como es mi jefe y mi trabajo. Lo siento mucho, para mí también es un fastidio.
Con su mano libre descolgó una chaqueta.
Y yo, ya lo sabes. Se me va a hacer eterna la semana que falta para mi permiso. De todas formas te llamó mañana.
Cerró la puerta del armario.
Adiós. No dejo de pensar en ti.
Jasón apagó el móvil, lo tiro sobre la cama, se puso la chaqueta y salió.

Despierta


Las líneas se le empezaban a entrecruzar, así que Lopes apoyó el libro abierto sobre su pecho y se dejó envolver por el sueño. Dulce momento interrumpido por el sonido despiadado del teléfono.
¿Sí?
Lopes, ¿eres tú?
En este momento no tengo claro ni quién soy… Perdona. Sí, soy yo. ¿Y tú quién eres?
¿No me reconoces? Soy Laura.
¡Laura! Es verdad, lo siento Laurita es que me pillas medio dormido.
Pues espabila que es importante. Escucha: tienes que ir a casa de Waldo y recoger todo lo que encuentres que pueda comprometerle.
¿Comprometerle con quién?
Por favor, despierta. ¿Con quién va a ser? Con la poli.
¿Qué ha pasado? ¿Qué le ha pasado a Waldo?
No lo sé. En principio nada. Pero se ha metido en un lío, estoy segura. Hay un cura muerto. Ya te contaré, ahora es urgente que hagas lo que te he dicho.
Vale, no te preocupes. Vuelve a llamarme dentro de un par de horas.
Lopes colgó, fue al lavabo y se echó agua fría en la cara.

lunes, 7 de febrero de 2011

La invitación

Era el clásico bar anodino de barrio, en una calle poco transitada, todo formica y fluorescentes, que servía comidas caseras en media docena de mesas con mantel de papel para los currantes de los alrededores.
Cuando Waldo acababa su tercera caña el camarero le puso otra delante.
–Le invita aquel señor de la esquina.
Al mirar en la dirección que le indicaba el de la barra se encontró con la mirada y el bigote del tipo de gris. ¿Era pura casualidad o le había seguido? Pensó en salir corriendo de aquel bar y de aquella historia, pero se acercó a él.
–Se podía haber ahorrado la invitación, lo único que quiero es olvidarme cuanto antes de usted, sus amigos y la pesadilla de hace un rato.
–Me temo que eso no es posible: usted es el centro de ella.
El camarero no dejaba de observarles. El gris apuró su whisky antes de continuar.
–Le debo una explicación pero éste no es el mejor lugar para hacerlo. ¿Por qué no nos vamos?
Salieron del bar. Waldo aguantó dos calles solitarias caminando en silencio al lado del gris antes de perder la paciencia. Se paró y le agarró del brazo con toda la fuerza de sus nervios alterados.
–Ya estamos solos: empiece a desembuchar.
–Tengo un coche aquí a la vuelta, iremos a mi casa y hablaremos tranquilos.
–En su casa estaré mucho menos tranquilo que aquí. Empiece de una vez a contarme lo qué sea. ¿De qué coño soy yo el centro? 
–Es una historia larga y complicada.
–Resúmala y decidiré si quiero los detalles o prefiero perderle de vista definitivamente.
–Verá: usted ha estado haciendo preguntas extrañas por ahí, metiendo las narices en asuntos que no son de su incumbencia.
–Me documento para escribir una novela.      ¿Y qué?
–Una novela demasiado fantástica… o demasiado realista, según se mire.
Un coche negro aterrizó justo a su lado con un frenazo que dejó marcas de goma en el asfalto. Ya antes de que el vehículo se detuviera del todo dos hombres saltaron de él y, encañonando a Waldo y a su acompañante, les obligaron a meterse dentro. El coche arrancó a toda velocidad jodiendo otro poco los neumáticos.

Dos monjas

El brillo de los ojos del Inquisidor atravesaba la nube de humo de cigarrillo que le envolvía. Al Obispo le costaba respirar.
-No tenemos ni idea del paradero de esas dos monjas. Es más: ni siquiera sabíamos de la existencia de esa tal Catalina y, respecto a Clara, es la primera noticia que tenemos de que fuera monja. Creo que es su eminencia quien nos debe una explicación.

Amigo común

-¿Nos conocemos?
-Tenemos un amigo común.
-¿Waldo?
-Sí.
-¿Está vivo?
-Desde luego. Le encontré en un pueblo de la sierra el día que cayó la jodida cruz.
-¿Está bien?
-Bueno. Estaba hecho una pena. Pero es fuerte, se va recuperando. Ya nos ayuda a montar el equipo de sonido.
¿Cómo puedo verle?
De momento prefiere no dejarse ver. Teme que intenten asesinarle. Mañana nos vamos de gira por Europa. Se viene con nosotros. Te llamará si es necesario –Charlie le entrega un móvil a Lopes–, pero a este móvil, Waldo piensa que el tuyo puede estar intervenido.
¿Por qué tengo que fiarme de ti? Eres americano y no hay en el mundo asunto turbio en el que la CIA no esté metida.

No me insultes, odio a esa gente tanto como tú o más, porque los tengo más cerca. De todas formas, no te he preguntado nada, no te pido nada. Lo único que tienes que hacer es conservar ese móvil, ¿qué puedes perder?

Sospechas sacrílegas

–Por Jesucristo bendito, es indignante que se trate a una desgraciada victima, a un mártir del terrorismo anticristiano, como si fuera un vulgar delincuente. Nuestra única pretensión era rezar junto al lecho del padre Matías pidiendo a Dios por su pronta recuperación y que acoja a su lado el alma del padre Camilo, cuya vida nos arrebataron cobardemente los enemigos de Cristo. ¿Cómo puede negarnos ese consuelo?
–Yo no le niego nada, Monseñor, puede usted rezar todo lo que quiera, pero imagino que Dios le escuchará lo mismo aunque lo haga fuera de esta habitación. Tengo que hacer mi trabajo y sé como hacerlo. Es muy importante que, cuando el padre Matías esté en condiciones, hable con la policía antes que con nadie. La información que nos dan las víctimas es crucial en la resolución de la mayoría de los casos. Además debe estar aislado y vigilado por su propia seguridad.
El Inspector y el Obispo hablaban en susurros aunque no era probable que ningún ruido sacara del limbo al cura-sabandija postrado en la cama en medio de una maraña de tubos, cables y aparatos.
El Obispo, tras un gesto de desesperada impotencia, salió de la habitación sin despedirse, repitiendo entre dientes:
–Indignante, es indignante.
Carretero le siguió al pasillo.
–Monseñor.
Entre su corte de sotanas negras, el Obispo se volvió y esperó sin contestar a que el Inspector se acercara.
–¿Sabe usted, por casualidad, que hacían sus curas la otra mañana en la estación?
El rostro del Obispo se congestionó de ira.
–La libertad y la confianza son valores esenciales en el seno de la Iglesia. No nos dedicamos a seguir los pasos de nuestros sacerdotes. Hablaré con sus superiores para que deje de atormentarnos con sus sacrílegas sospechas y haga algo por capturar a los culpables del atentado. No lo dude.
–Lo que dudo es que fuera un atentado. No he desechado la hipótesis de un ajuste de cuentas, que es a lo que más se parece el tiroteo. No olvide que también uno de los diabólicos terroristas resultó herido de bala. ¿Tampoco sabe Monseñor por qué llevaban armas unos inofensivos sacerdotes?
El fuego del infierno salía por los ojos del Obispo. Ahora fue Carretero quien se volvió sin esperar la respuesta y empezó a echarle la bronca al beato de Martínez.

Locos sanguinarios

–Tú ya no existes oficialmente. Así que tenemos todo el tiempo del mundo. Y también los métodos. Heredamos los secretos de una tradición secular que expulsó al diablo del cuerpo de miles de seres humanos. Durante siglos, los brujos más poderosos y perversos han terminado confesando sus pecados. Tu silencio no tiene sentido: llegará el dolor y crecerá. Crecerá hasta alcanzar el limite de lo soportable y luego más allá. Entonces el Maligno te abandonara, pero tu cuerpo ya estará maltrecho. ¿Y para qué? No tiene sentido, sólo queremos palabras, nada más. Nos lo dirás todo, nos contarás tu vida entera, hasta los secretos más íntimos. Habla ahora y nos ahorraremos un trabajo desagradable. Sólo una prueba de buena voluntad, de que una parte de tu alma todavía está con el Señor.
–Locos sanguinarios. Sois locos sanguinarios.
En los dos días que Waldo llevaba encerrado en aquella celda, esas eran las únicas palabras que había contestado en los interminables interro­gatorios.
No le habían dado de comer ni de beber. Tampoco le habían dejado dormir, cinco o seis curas se relevaban para no dejarle un momento en paz. Waldo ya no veía sus caras y apenas escuchaba sus voces, permanecía encogido en un rincón, en el extremo opuesto a la puerta donde hacían guardia dos gorilas vestidos de monjes.
El padre Lucas se volvió hacia ellos.
–Dúchenle de nuevo: parece que se está durmiendo.
En ese momento un terrible estruendo hizo temblar las gruesas paredes de la celda. El techo se abrió y una enorme mole de granito lo atravesó aplastando como cucarachas al padre Lucas y los dos monjes. Sólo el rincón donde se acurrucaba Waldo se mantuvo parcialmente en pie.
Cuando la nube de polvo empezó a disiparse, Waldo se arrastró entre los cascotes hasta ver el cielo y respirar el aire de la sierra madrileña.