domingo, 27 de noviembre de 2011

El Mona


La lluvia no había cesado en toda la tarde y la oscuridad se había adelantado. Lopes permanecía apoyado en el marco de la ventana mirando la calle. Aún era pronto para su cita con la otra ventana, la de su dormitorio. ¿Aparecería su visión con aquella lluvia? Un cigarrillo humeaba colgando de la comisura de sus labios. Tenía la luz apagada y la penumbra se había apoderado de la habitación.
Un coche negro apareció en lo alto de la calle. Avanzo lento hasta detenerse frente a su casa. Dentro había cuatro hombres, tres bajaron, todos con gabardina y sombrero calado, y se dirigieron a su portal, el cuarto se quedó esperando al volante. Sonó el portero automático y Lopes fue a cogerlo.
¿Sí?
¿Lopes? Soy el Inspector Carretero. Haga el favor de abrirnos, tenemos que hablar con usted.
Suban.
Lopes colgó el aparato y entreabrió la puerta del apartamento. Se sentó en su sillón de orejas y esperó.
Al momento la puerta se abrió de par en par. Les mosqueó la luz apagada porque todos entraron con la mano derecha bajo el sobaco izquierdo.
Encienda la luz —dijo el Inspector Carretero.
Lopes encendió una lámpara a su lado. El Inspector Carretero dio un par de pasos dentro de la habitación y se quedó mirando a Lopes mientras se echaba el sombrero hacia atrás. El contraste entre sus ojos de niño y la boca grande, dura, de labios finos, hizo que un recuerdo se abriera paso en el pensamiento de Lopes.


El Mona había llegado al barrio en la adolescencia desde algún pueblo perdido de Extre­madura. Le recuerda alto y huesudo, con la cara todavía curtida por el aire y el sol, con las manos grandes y fuertes de trabajar desde la infancia, con las mangas y las perneras de los pantalones cortas y algún remiendo, con el pelo de punta, rebelde, resistiéndose al peinado y, sobre todo, con aquellos ojos y aquella boca. Es curioso, pero nunca había sabido su nombre ni por qué le llamaban El Mona.
Siempre en la calle desde el primer día, se adaptó rápidamente al barrio: a los pocos meses, ya llevaba minipul, pantalón campana y el pelo largo, las tardes de sábados y domingos buscaba pelea en los antros para jactarse luego en los billares y acosaba a alguna chavala que no quería saber nada de él. En dos o tres años se dedicaba a pequeños robos. En una ocasión le había visto, con El Garbanzo, en un vespino, quitar el bolso del tirón a una vieja.
Por aquella época, Lopes, había abandonado el barrio y no había vuelto a saber más de El Mona. Hasta que, no hacía mucho tiempo, se encontró a su hermana en unos grandes almacenes. Cuando la pregunto por él, esperaba alguna triste historia de cárcel y heroína, pero se equivocaba.
¡Muy bien! Se ha casado y tiene dos niñas —fue su respuesta.
¿Y a qué se dedica? —preguntó Lopes.
Es policía.


¿Nos conocemos? —Pregunto el Inspector Carretero.
Es posible, el mundo es un pañuelo —contestó Lopes.
Aunque no le había invitado a hacerlo, el Inspector Carretero, se sentó en una silla frente a Lopes. Sus dos acólitos se quedaron de pie.
No sé, me suena su cara —dijo, como para sí mismo.
Luego, dirigiéndose directamente a Lopes:
¿Conoce a Waldo?
Sabe usted que sí.
¿Desde hace mucho?
Mucho. Desde que teníamos quince años.
Pasó usted el otro día por su domicilio y recogió sus cosas, ¿verdad?
Lopes asintió con la cabeza. El Inspector Carretero sacó un papel de su bolsillo y se lo acerco a Lopes que no hizo intención de cogerlo.
Es una orden, para que nos entregue cualquier pertenencia de Waldo, que esté en su poder.
¿Por qué? ¿Qué ha pasado con Waldo?
¿No lo sabe?
Sé que ha desaparecido. Me llamó para que cogiera algo de ropa de su casa. Quedó en volverme a llamar para decirme a que dirección se la mandaba, pero no lo hizo.
Ya ha aparecido y es una historia muy fea.
¿Cómo de fea?
Carretero se quedo un rato callado mirando fijamente a Lopes, buscando alguna reacción, algún gesto en su rostro.
Ha sido asesinado –sentencio por fin.
¿Qué? —Lopes no podía creerlo.
Encontramos su cadáver y no deja lugar a dudas —dijo el Inspector Carretero levantándose–. Por favor, entréguenos las cosas de Waldo.
Lopes trajo la maleta de Waldo.
¿Cómo saben que es él? —preguntó.
Llevaba documentación.
El Inspector Carretero hizo una seña y uno de sus acólitos cogió la maleta. Al salir, como quien olvida algo, se volvió y dijo:
Por cierto, tendrá que pasar por el depósito para reconocer el cadáver. Es urgente, no lo deje.
Salió cerrando la puerta tras de sí.
Lopes, encendió un cigarrillo, apago la luz, se acerco a la ventana, se apoyo en el marco. Fuera, el coche negro desapareció lento calle abajo. Había dejado de llover.

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