lunes, 28 de noviembre de 2011

Solo


Hace tiempo que Abdulla Akjatar no cree en nada ni en nadie. Su fe se derrumbó en el primer interrogatorio de la policía. El universo de Abdulla lo compone sólo él.
Él, solo. No tiene por quién morir, y no quiere morir. Tampoco tiene horizonte. Dónde ir, a quién buscar. Huir, sobrevivir: su única fuerza.
Él, solo. Entre la multitud que entra en el estadio. Hace un minuto, Ibn Al-Tayyibun le despidió en el coche:
Hermano mío, Ala te está esperando. Bendito seas.
Y le besó. En su última mirada había un brillo de macabra ironía.
Horas antes, cuando le ponían la carga explosiva alrededor del pecho, Abdulla sabía que no era ningún elegido de Ala: era un condenado a muerte. Para Al-Baytun era más valioso un mártir que una víctima de un ajuste de cuentas.
Desde la fuga de Rebibbia, Abdulla no había encontrado la oportunidad para huir de Al-Baytun. Fingía ser un militante convencido de la yihad aunque sospechaba que nadie le creía. Cuando Ibn Al-Tayyibun le propuso la autoinmolación no pudo negarse o se hubiera convertido –otra vez– en un traidor. El callejón en que le habían metido acababa allí: él, solo, entre la multitud que entraba en el estadio, con el pecho rodeado de explosivos.
El detonador se activaba tirando de una anilla que le caía justo sobre el ombligo. Según las instrucciones de Ibn, debía hacerlo media hora después de comenzar el partido. Abdulla no descartaba que existiera otro método para explotar la carga; quizás con una llamada de móvil o un temporizador. Le importaba una mierda cuándo y cómo explotara aquello, lo único que quería era no estar dentro en ese instante.
Si Ibn no le había mentido también en eso, tenía algo más de media hora para desembarazarse de su mortal chaleco. Entró en unos servicios, buscó un váter con el cerrojillo en buen estado y se encerró dentro. Mientras se desnudaba, una idea hizo que le envolviera un sudor frío: si no se fiaban de él podían haber instalado un dispositivo para que aquello reventara al intentar quitárselo.
El detonador de la anilla de su ombligo era sencillo, con algo de cuidado no tenía por qué suceder nada al despegarlo de su cuerpo. Tanteó en su espalda: una parte de su letal corsé contenía mecanismos y cables en lugar de material explosivo: era otro detonador. El instinto de supervivencia convirtió en ojos los dedos de Abdulla, tocando bajo la parte inferior encontró un cable fijado con cinta adhesiva a su piel independientemente del chaleco. Si se lo quitaba, aquel cable se desconectaría y ¡boom! Se acabó. Era simple pero eficaz.
Le costó más de diez minutos despegar la cinta sin tirar del fatídico cablecito. Por fin consiguió despegarse totalmente de la mortífera trampa. Se vistió y salió de allí como alma que lleva el diablo.
Estaba a varias manzanas del estadio cuando escuchó un estruendo, un clamor... Abdulla no sabe si fue una explosión o un gol del Madrid. Ahora es –otra vez– el hombre más buscado y odiado del mundo.

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