sábado, 14 de septiembre de 2013

Perro rabioso

Ningún sitio donde ir, nadie a quien recurrir, ningún futuro. El momento en que un perro acorralado se convierte en un perro rabioso.
La noche de la explosión en el Bernabeu, Abdulla no durmió. Las primeras horas estuvo andando sin rumbo, perdido por las calles de Madrid, desesperado, devanándose los sesos en busca de una salida.
¿Vamos, guapo?
El rostro de la mujer era una máscara, necesitaría una espátula para retirar todo el maquillaje que lo cubría. Sus pechos rebosaban del generoso escote y su minifalda apenas ocultaba las bragas. Provocativa y desafiante, plantada en el medio de la acera, impedía el paso de Abdulla. El primer impulso del argelino fue apartarla de un guantazo, pero cuando vio que había un tipo unos metros más allá observando la escena cambió de idea.
-¿Cuánto?
-Cincuenta euros, completo.
-No. Es mucho. Solo tengo veinte.
-Por veinte te hago un francés y te dejo que me chupes las tetas.
-Está bien. Me puedo conformar con eso.
-¿Tienes coche?
-No
-Entonces vamos al parque. Sígueme.
La mujer tenía un sitio preparado en el parque, en un rincón apartado entre un seto y un muro. Hasta una manta cubriendo el suelo. Era imposible que nadie los viera, a no ser que metiera las narices exactamente allí.
La mujer se sentó sobre la manta y liberó sus tetas solo tirando levemente del borde de su escote. Abdulla permaneció un momento de pie, observándola.
-Ven aquí, cariño, que no te voy a morder.
Abdulla se abrió la bragueta y se arrodillo frente a ella.
-Espera, primero la pasta.
Él busco en su bolsillo y le dio un billete de diez euros.
-Habíamos dicho veinte.
-Los otros diez cuando acabemos.
La mujer guardo el billete en su bolso, pero cuando sacó la mano sujetaba un spray de autodefensa que puso amenazante delante de la cara de Abdulla.
-De eso nada. El dinero por delante.
-Tranquila, no necesitas eso.
Pero al mismo tiempo sujetó con fuerza la muñeca de la mujer con su mano izquierda, apartando el spray de su cara, mientras que, con el canto de su mano derecha, golpeaba violenta­mente su garganta para que ella no pudiera gritar. Estaba seguro de que el hombre que les observaba cuando la encontró no debía estar muy lejos. Luego, rápidamente, se echo sobre ella, clavando su rodilla entre sus tetas a la vez que sus manos apretaban su cuello. Ella no llego a resistirse, el golpe en su garganta la había dejado ya sin aliento. En dos minutos empezó a sufrir espasmos y después se quedó mortalmente inmóvil.
Abdulla registró a la mujer y su bolso. Sin suerte: solo encontró el billete que él le había dado, ni un céntimo más, nada de valor. Cogió el spray y se fue de allí.
No había caminado más de treinta metros cuando apareció el hombre cerrándole el paso.
-¿Dónde está la Yoli?
-¿Quién?
-No te hagas el tonto. La mujer que venía contigo.
-¿Esa? Se ha quedado en su madriguera, limpiándose -dijo, mientras intentaba esquivarlo.
El otro se movió a un lado para no dejarle pasar y mostró la navaja que llevaba en la mano.
-Tú no te mueves de aquí hasta que aparezca la Yoli.
-Venga, hombre. No te pongas así. ¿Por qué no vas a buscarla y me dejas en paz?
El hombre dio un par de pasos hasta poner el arma en su estómago.
-Mejor vamos los dos juntos. Como le hayas hecho algo a la Yoli te saco las tripas.
Abdulla roció con el spray la cara del tipo que soltó la navaja para llevarse las manos a los ojos. El argelino le dio una patada en la entrepierna y el otro cayó al suelo sujetándose ahora los genitales. Abdulla, sin dudar un momento, cogió la navaja y le degolló.


Está vez tuvo algo más de suerte. El muerto llevaba encima más de quinientos euros y la documentación, que también le podía resultar útil.

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