lunes, 7 de febrero de 2011

Pues que te excomulgue

–¿Cómo que qué haces? Me parece que mis órdenes son claras: a excepción del personal médico del hospital, nadie puede entrar en esa habitación hasta que podamos interrogar al cura…
»Por supuesto que tampoco el Obispo. Nadie, dije nadie…
»Pues que te excomulgue, me da igual. Mira, Martínez, un día vas a acabar con mi paciencia y te voy a meter un paquete que te vas a enterar. Luego te vas todos los días a comulgar, a ver si a fin de mes te paga el Obispo el sueldo…
»Me tienes hasta los huevos, Martínez. Entonces te quedas tú también en la habitación, bien pegadito a las faldas de tu querido Obispo, y si consigue hablar con el herido quiero una trascripción exacta y exhaustiva de todo lo que digan. ¿Me has entendido bien?…
»Más te vale, porque es tu última oportunidad de permanecer en el cuerpo. De todas formas voy para allá ahora mismo.
El Inspector Carretero colgó el teléfono, cogió el sombrero y la gabardina y salió de la comisaría casi corriendo.

miércoles, 2 de febrero de 2011

Está vivo

–Desde luego no lo mataron en la estación. Allí sólo había un cadáver. Y era un cura gordo.
Laura hablaba tranquila, nunca perdía la calma, sólo la palidez de las mejillas y sus ojeras, un poco más marcadas y oscuras, reflejaban su angustia.
–Es que yo creo que Waldo está vivo. No sé por qué, pero lo siento, más que pensarlo lo siento.
Lopes bebió un sorbo de vino. Todavía no había tocado la cena.
–¿Y la documentación que te dijo el policía?
–No sé. Será falsa… o se la habrá quitado alguien. Puede haber mil explicaciones. Iría ahora mismo al deposito para salir de dudas, pero hay horario hasta para ver muertos. Mañana por la mañana me acercaré. Y ya verás como no es él, estoy seguro.
–¿Y qué vas a hacer?
–¿Qué voy a hacer de qué?
–Si no es él. ¿Se lo dirás a la policía?
–Creo que no. Si no es él, es que está escondido y tendrá sus razones. Mejor que le den por muerto.
Bebió otro sorbo de vino.
–He traído la carpeta y el disco para que los lleves a casa de tu hermana.
–Sí, no te preocupes, allí estarán seguros. Al menos de momento.
Lopes empezó a cenar.

Secretos

No le pregunté al Inspector Carretero detalles sobre la muerte de mi amigo. La noticia de su asesinato me bloqueó y, además, temía que, si prolongaba mi conversación, el policía podía darse cuenta de que sabía más de lo que decía sobre Waldo. Quizás lo sospechaba de todos modos.
Ahora, a solas y más tranquilo, con la primera impresión digerida, me dominaba un sentimiento de incredulidad. Puede ser que solo me resistiera a admitir la perdida de Waldo pero, fuera de toda lógica, me parecía que se debía a algo más. Por eso, aunque hasta ese momento había respetado escrupulosamente los secretos de mi amigo, necesitaba saber que se traía (o se había traído) entre manos.
Saque la carpeta verde de un cajón, la puse sobre mi mesa de trabajo, encendí el flexo y la abrí.

SALA DE PRENSA DE LA SANTA SEDE

Boletín núm. 184

Poco después de las 12 de la noche del día de ayer, el director de la Sala de Prensa de la Santa Sede, monseñor José Soriano Andrés, divulgó el siguiente comunicado ante la prensa:
“El comandante en jefe del cuerpo de la Guardia Suiza pontificia, coronel Maurice Gunzwil, fue hallado sin vida en su domicilio junto a su esposa Alicia Valdés y el cabo segundo Jasón Valais. Los cadáveres fueron encontrados poco después de las 21 horas por una inquilina del apartamento contiguo. Un primer reconocimiento superficial permite afirmar que los tres murieron por disparos de arma de fuego. El cabo segundo tenía en la mano su arma reglamentaria. Las investigaciones están dirigidas por el juez único de la Ciudad del Vaticano, el abogado Pietro Verdi, el cual ha dispuesto la inmediata práctica de la autopsia, que será llevada a cabo mañana por la mañana por los médicos forenses de los Servicios Sanitarios del Vaticano. Los datos que hasta el momento han salido a la luz apuntan a un posible acceso de locura del cabo segundo Valais que habría disparado contra el matrimonio Gunswil, suicidándose después.”

Carretero volvería y, posiblemente, con una orden de registro. Tenía que poner la carpeta y el disco duro fuera de su alcance.

La santa

–La hermana Lucia es una santa, la elegida de Nuestra Señora. Su fe es inquebrantable y no necesita el trabajo físico para fortalecerla. ¿Cómo ha podido dejarse llevar por la soberbia hasta compararse con ella?
La novicia movió los labios para responder pero la Madre Superiora la cortó tajante.
-Cállese. Mis informes son exactos. No añada el pecado de la mentira a los que ya ha cometido contra la humildad y la obediencia. Sólo espero que reciba el justo castigo con alegría y se lo ofrezca a la Virgen por el perdón de sus pecados. Hará voto de silencio absoluto desde este instante hasta el próximo 13 de mayo, también ayunará todos los viernes y trabajará dos horas más en el huerto durante un año.
Un brillo especial se adivinaba, tras los gruesos cristales, en los ojos de la Madre Superiora. Sus dedos repetían incansables un juego malabar con las cuentas del rosario. Mostró sus diminutos dientes amarillos para añadir:
–Aunque seguro que no lo usa, tiene un cilicio, ¿verdad? Comprobaremos que, en adelante, lo lleve bien apretado día y noche. La penitencia es el mejor método para mantener al diablo lejos de su alma. Y rece para que cuando le cuente esto a nuestro director espiritual sea benevolente.
No fue benevolente: fue práctico. Había que cortar el mal de raíz. Catalina fue trasladada a un convento español de clausura estricta.

lunes, 31 de enero de 2011

La Virgen es el progreso

–Mire, Dosdías, yo ni creo ni dejo de creer. Lo que sé es que antes de que empezara lo de la Virgen, aquí comíamos mierda, en cambio ahora el dinero corre por la aldea y a todo el mundo le ha mejorado la vida. Naturalmente a unos más que a otros, pero convénzase: la Virgen es el progreso.

domingo, 30 de enero de 2011

El frío de los depositos


He estado pocas veces en un depósito de cadáveres. Pero siempre, independientemente de la época del año y de la temperatura exterior, un frío extraño se mete en mis huesos y se apodera de mí. Quizás sea una reacción solidaria de mi cuerpo con los huéspedes de tan tétrico lugar.
El inspector Carretero me esperaba en el hall: sabía que iría a primera hora.
Buenos días, Lopes. Ha madrugado.
Buenos días. Los malos tragos cuanto antes mejor.
Le seguí por un pasillo hasta una puerta a la derecha. El alicatado de las paredes y la fría luz de los fluorescentes me hacían pensar en una casa surrealista, toda cocina y cuarto de baño. La parte derecha de la sala en la que entramos estaba completamente ocupada, del suelo al techo, por nichos con puertas de acero inoxidable.
El número quince, por favor.
Un enfermero diminuto, todo gafas y nariz, dejó a un lado el periódico que estaba leyendo y fue a abrir la puerta que Carretero le había indicado. Tras ella salió del nicho una camilla sobre la que reposaba un bulto cubierto con una sábana, blanca como todo allí.
Empecé a tiritar mientras me acercaba. El enfermero descubrió el cadáver. Estuve observándole unos segundos, después me volví al inspector.
Ese muerto tiene la cara destrozada. ¿Cómo quiere que le reconozca?
Bueno, parece que se ensañaron con él. Pero hay otras cosas: el pelo, la ropa, algún detalle que conociera de su amigo…
Es difícil asegurar nada. Waldo llevaba normalmente el pelo más largo, pero pudo habérselo cortado y el color si parece el de él. Tenía un traje gris pero entre la sangre y los destrozos no puedo jurar que sea ése.
Volví a examinar el cadáver.
¿Algún detalle?
Eso miraba. Waldo siempre llevaba un anillo y este hombre no lo tiene pero en su anular izquierdo hay una marca muy clara, si pudiera ver ese anillo…
Es usted muy observador. Pero me temo que no podrá verlo: no lo tenía cuando le encontramos.
Entonces no sé qué decirle. Siento no poder ayudarle más.
No se preocupe, seguiremos investigando. La autopsia nos aclarará muchas cosas.
Cuando salí a la calle el frío me abandonó por fin y pude sonreír tranquilo: había mentido: Waldo nunca tuvo un traje gris y jamás llevó anillo.

50 €


Pedir es un trabajo como otro cualquiera. Hay quien lo hace bien y quien lo hace mal, hay quien se humilla por unas monedas y quien conserva su dignidad. El secreto es encontrar el equilibrio, el término medio justo para conseguir la mayor efectividad. Tienes que demostrar humildad pero sin llegar al servilismo baboso. Yo me planto de rodillas en medio de la acera, con la cabeza baja y el cestillo para el dinero delante. Y no digo ni pío: nada de salmodias o mentiras melodramáticas y truculentas que nadie cree. Lo hago así desde hace más de diez años, cuando mi madre me echo de casa, y no se me da mal: hay días que en tres o cuatro horas me saco los 20 euros. Claro que no siempre es igual, a veces a la gente parece que le cuesta rascarse el bolsillo, no sé si será por el tiempo, las vibraciones esas que dicen que están en el aire o las noticias que ha dado la tele, pero se vuelven todos tacaños.
Aquella tarde no había manera de pasar de los 10 euros. Estaba pensando en abandonar e irme a comprar un bocata y un cartón de vino cuando una chica se acercó y soltó una flamante moneda de dos euros en mi cestillo. Dije muchas gracias, que educación sí que tengo, pero no levante la cabeza. Con el rabillo del ojo vi un coche negro que subía a la acera y se abalanzaba sobre nosotros. Me lance hacia la pared para esquivarle y tropecé con la chica que me había dado la espalda, me la lleve por delante y nos empotramos los dos contra el escaparate de la charcutería. Por poco rompemos el cristal. El coche me pasó a menos de veinte centímetros, volvió al asfalto y se perdió de vista a toda velocidad.
Cuando nos recuperamos del susto, era la muchacha la que no paraba de darme las gracias y repetir que la había salvado la vida. Parecía segura de que la habían querido matar a ella, aunque yo creo que eran unos rapados de esos que se dedican a atacar a indigentes. Desde luego no fue un accidente, buscaban hacer daño a alguien. El caso es que la señorita agradecida me arreó un billete de cincuenta: bocadillos y vino para una semana. Pues con todo y eso, lo que más me gustó y no puedo olvidar de aquella tarde es lo bien que olía la condenada: desde entonces tengo su perfume metido en la nariz noche y día.

Abre la boca


La sangre que salía del orificio en la sien del comandante oscurecía aún más la tapicería granate del sofá. Su mujer yacía boca abajo, inerte, sobre un pequeño charco de sangre que crecía a metro y medio de la puerta entreabierta.
Había un hombre al lado del sofá y otro detrás de la puerta. Los dos de pie, sin mover un músculo ni emitir sonido alguno, los dos con una pistola en su mano derecha enguantada.
Jasón empujó un poco la puerta.
¿Da su permiso, comandante?
Entonces vio a la mujer en el pasillo. Se acercó a ella.
¡Señora!
El de detrás de la puerta le encañono.
Cállate y entra
Con la pistola en la nuca le empujó hasta el sofá y se hizo a un lado mientras el otro tipo ponía su arma en la cara del guardia.
Abre la boca.
Jasón no la abrió, pero el otro le golpeó brutalmente con el cañón en los dientes y disparó.
Luego se agacho, cogió la mano del ya cadáver y la apretó en torno a la culata. Se levantó y, sin pronunciar palabra, los dos hombres salieron rápidamente del apartamento.

Agua


Waldo se inclinó sobre el claro arroyo y vio reflejada su cara magullada. Sentía las rodillas húmedas. Se agachó todavía un poco más, hasta que sus labios tocaron la fría superficie del agua. Bebió un sorbo apenas. Olía a humo de hojas secas.

La última oportunidad


¡¿Pero qué haces?! ¿Dónde vas? Tenías que haber girado a la derecha.
El que les encañonaba desde el asiento delantero puso su atención en el conductor y el que estaba sentado atrás, a su lado, también desvió, inconscientemente, su mirada y su arma unas décimas de segundo. Era la distracción que el hombre gris estaba esperando, sabía que difícilmente tendría otra oportunidad, como un resorte le agarró la mano e hizo que apretara el gatillo: los sesos del conductor se esparramaron por el techo. Forcejearon por la pistola mientras el de delante intentaba controlar la dirección y Waldo se encogía en su rincón maldiciendo haber abandonado la pequeña pistola en una papelera.
El coche se salió de la carretera, dio dos vueltas de campana y se quedo parado, metido en un arroyo. Sonó otra detonación.

Loca


Estás loca, mujer. A quién se le ocurre pensar eso del cura nuevo. Desde que los niños murieron no tienes la cabeza en su sitio. ¿No ves que gracias a él podemos sacar adelante a nuestros otros hijos? Puedo sembrar todo lo que quiera en el huerto de la iglesia sin tener que darle siquiera una patata. ¿Sabes qué me dijo ayer? Que le pida todo el grano que necesite al sacristán: este invierno no nos faltará el pan. Como se te ocurra hablarlo con alguien yo sí que te mataré de una paliza, que parece que tienes el demonio dentro.
La mujer se fue a la alcoba y lloró en silencio.

martes, 21 de diciembre de 2010

Ni rastro de Dios


El mundo vuelve a mí. ¿Dónde he estado? ¿En la nada? Primero los sonidos: leves, lejanos, extra­ños todavía. Con la consciencia la memoria, y con ellas la conciencia. Mi cuerpo, mi recipiente, mi cárcel. El dolor, un dolor general, total. Soy el dolor, mi cuerpo es dolor. Abrir los ojos, por fin, rodeado de cables, tubos y aparatos: mi cuerpo. Absurdos cachivaches que son ahora parte de este cuerpo torturado y olvidado durante un tiempo indeterminado. Un segundo, una eternidad.
Una sonrisa tensa mis labios resecos. La ale­gría de no ser. El júbilo de la nada instalada en mi mente. Pasé tan cerca de la muerte que pude saludarla, ver su rostro sosegado y hermoso. No quiso acogerme entre sus brazos. Me rechazó con la amabilidad de una mujer que te quiere pero ni te ama, ni te desea. Me despidió con unas palmaditas en la espalda.
Quizás en otra ocasión.
Y ni rastro de Dios. Tampoco en este último rincón. Toda una vida buscándolo, en cada mirada, en cada amanecer. Un interminable juego del escondite, como en la infancia, cuando sin previo aviso mi amigo abandonaba y se iba a casa, y yo le seguía buscando horas y horas pensando que el juego continuaba. Tantas plegarias: invocaciones, gritos silenciosos, siempre sin respuesta. Mis lágrimas mojando el cemento frío y sucio del andén, con la espalda quebrada por un rayo de plomo. Y yo solo, sin Dios, sin Virgen, ninguna zarza ardiendo. Solo: como cada hombre.
Una enfermera se acerca. Sus ojos encuentran los míos abiertos al mundo de nuevo, comprueba sorprendida los monitores, ajusta los sueros, me sonríe.
­­ -Esté tranquilo. Se pondrá bien. Voy a avisar al doctor.

sábado, 11 de diciembre de 2010

300 cartuchos


Se puede hacer.
No digas tonterías. No tenemos dinamita suficiente ni para descascarillar semejante mole. Y aunque la tuviéramos: ¿cómo la colocaríamos en el Valle?
Sí la tenemos. Y ya está colocada en los puntos exactos para que la Cruz se derrumbe.
Estás loco, Álvarez.
No, no lo estoy. Ahí fuera está esperando la clave de esta operación. Si lo permitís le haré pasar. Respondo de él con mi vida.
Nadie contestó. Álvarez interpretó el silencio como asentimiento: se levantó y salió de la habitación.
Cuando volvió, le acompañaba un anciano seco y encorvado, pero con ojos vivos de mirada franca y penetrante.
Éste es Melchor. Miembro de la FAI desde 1933. Prisionero de los fascistas, tres penas de muerte conmutadas, trabajos forzados en Cuel­gamuros hasta 1958.
Salud, compañeros –la voz de Melchor seguía siendo joven y segura.
Salud –contestaron todos.
Como dice Álvarez, trabajé construyendo ese engendro. Pero, al mismo tiempo, trabajábamos también para su futura destrucción. Yo era barre­nero y hubo que meter mucha dinamita para horadar la cripta. Nos las arreglamos para escamotear algunos cartuchos –Melchor sonríe con picardía juvenil–. Sólo unos trescientos. Los fuimos colocando bajo la Cruz, en sitios estratégicos. Allí llevan durmiendo más de cincuenta años, esperando que alguien los despierte para hacer saltar por los aires ese puto monumento a la infamia.
Después de tanto tiempo no seguirán operativos.
Muchacho, me crié entre explosivos –no había condescendencia en la voz de Melchor–. Éramos profe­sionales y tomamos todas las precauciones. Esa dinamita funcionaría dentro de mil años. Los hombres se corrompen, la pólvora no. Estallarán todos los cartuchos. Todos. Si vosotros hacéis bien vuestra parte del trabajo. Mirad, os explicaré lo que tenéis que hacer y dónde.
Melchor sacó del bolsillo interior de su chaqueta un papel doblado hace más de cincuenta años.

La propuesta


¿Cómo pudiste creer que no te reconocía? Sabía que eras tú incluso antes de verte. Han pasado muchos años, pero soy policía. Un policía no puede permitirse el lujo de ser olvidadizo, la memoria es una herramienta fundamental en este trabajo. Eras de ley, Lopes, algo que un hombre conserva siempre, pase lo que pase. Por eso te libré, entonces, de la paliza que el Vidrios quería darte. Por eso sé, ahora, que puedo fiarme de ti. Digamos que he cambiado de bando pero sigo siendo El Mona. Es fácil para un delincuente hacerse policía, no hay tanta diferencia entre unos y otros, al fin y al cabo es el mismo mundo. Empecé pateando las calles de uniforme, pero aquello no era vida y me puse a estudiar. Aunque te parezca mentira acabé derecho y me especialicé en criminología. Ascendí, en una de mis primeras misiones como inspector detuve a El Garbanzo, ¿le recuerdas?, era del barrio. Estaba implicado en un caso gordo de tráfico de drogas. Hay que joderse, la cantidad de tíos legales que ha destrozado la heroína. No podía encerrarlo así como así, hice la vista gorda, oculté pruebas y salió libre. Un hijo de puta, que decía que era mi compañero, fue con el cuento a mis superiores. A El Garbanzo lo mataron dos semanas después: sus amigos pensaron que, si estaba en la calle, era porque había cantado. A mí no me expulsaron del Cuerpo, no hicieron nada oficialmente, pero llevan años chantajeándome con esa historia. El Director General está empeñado en que siga la pista del integrismo islámico asociado con ETA, que relacione los curas muertos y el cadáver que confundimos con Waldo con la bomba del Bernabéu, la voladura de la Cruz de los Caídos y hasta el asesinato del Papa. Me tiene cogido por los huevos, no puedo hacer nada, pero me da por culo que se salga con la suya. Por eso recurro a ti. ¿Quieres encontrar a tu amigo, verdad? Yo te ayudaré a investigar y luego puedes filtrar a la prensa lo que averigüemos sin que yo aparezca para nada. Ya sé que Waldo no es ningún asesino, pero también sé que no me has contado todo lo que sabes. Es necesario para que nuestra investigación avance. ¿No es suficiente garantía para ti todo lo que te acabo de contar? Me he sincerado contigo como no lo he hecho jamás con nadie. ¿Qué me dices? ¿Puedo contar contigo?
Tengo que pensarlo.

Navajas automáticas


El pelo siempre tirante, recogido en una cola de caballo alta, acentuaba los rasgos orientales de Conchita. Yo estaba obsesionado con sus ojos grises, rasgados, duros, increíbles.
Conchita estudiaba en el Lope de Vega y yo en el Cardenal Cisneros, dos institutos próximos, femenino uno y masculino el otro, por eso la veía cada mañana en el metro. Veinte minutos para devo­rarla con la mirada y buscar, sin resultado, la manera de abordarla.
Un viernes, cuando volvía a cenar después de dar una vuelta con mis amigos, la vi en la puerta del cine Sanz hablando con mi vecina Encarnita. Al llegar a casa, en vez de subir, me quede en el portal esperando.
Encarnita apareció a los pocos minutos.
-Hola, Lopes. ¿Qué haces aquí de plantón?
-Oye, ¿de qué conoces a esa chica con la que estabas hablando?
Mi vecinita se echo a reír y a mí me subieron los colores.
-¿Conchita? Nos hemos hecho amigas en La Pajarita, nos vemos allí todos los sábados.
-A lo mejor voy yo también mañana.
Y subí corriendo las escaleras, dejando atrás las carcajadas de mi amiga de la infancia.
A pesar de que estaba sólo a unos doscientos metros de mi casa, yo no había estado nunca en La Pajarita y muy pocas veces en los otros antros del barrio. Mis amigos y yo preferíamos los clubes del centro y ese sábado ninguno se apuntó a acompa­ñarme. Fui solo, mejor: cuando uno se dispone a hacer tonterías es preferible que no haya testigos.
Todo estaba saliendo a pedir de boca. A la media hora ya estaba bailando con Conchita, sueltas, eso sí, deseando que empezaran las lentas para poder abrazarla. Mientras, Encarnita bailaba con otro tipo a nuestro lado sin dejar de mirarnos y sonreír.
Pero todo se fue a la mierda. Sin mediar palabra, un macarra se encaro con el que bailaba con mi vecina y sacó una navaja, de aquellas automáticas que tanto gustaban en el barrio. Sin embargo, el amenazado no se acojonó y le hizo frente; además, un amigo suyo sujetó por detrás los antebrazos del navajero y él aprovecho para darle una patada en la mano, de tal manera que la automática voló por los aires. Empezaron a acudir amigos de uno y de otro, en la pista de baile se formo una montonera de tíos: como una melé de rugby pero mucho menos deportiva. Entonces apare­cieron los gorilas del garito y empezaron a desmontar la melé tío a tío, sacándolos a la calle para que se mataran allí si querían. Algunos salían ya ensangrentados y, cuando el último de aquellos locos se fue corriendo a la puerta huyendo de las hostias y las patadas de los gorilas, en el suelo de la pista, entre manchas de sangre, quedó una oreja que alguno había perdido en la refriega.
Cuando miré alrededor las chicas habían desaparecido. Las busqué por la sala pero no estaban, así que me fui a la barra a consolarme con una cerveza. A unos metros de mí, tomándose un cubata, estaba el Vidrios. Le conocía de vista porque había trabajado de camarero en Las Cuatro Cubas, pero nunca había hablado con él. Nuestras miradas se cruzaron a través de los gruesos cristales de sus gafas y le hice un gesto con la cabeza a modo de saludo.
Volví a la pista de baile sin saber que hacer, con la vana esperanza de que Conchita hubiera regresado. Pensé largarme de allí; pero, al ir a la salida, había dos tipos que me cerraban el paso con cara de mala hostia. Otros dos a mi izquierda en el mismo plan. Y tres a mi derecha. Al girarme de nuevo hacía la pista el Vidrios y el Mona. Parecía que iba a acabar la tarde en la Casa de Socorro, o en un hospital si se ponían muy brutos.
El Mona se acercó a mí. Yo le conocía de los billares, donde contaba por las noches sus peleas de la tarde en cualquier antro.
-¿Qué le has hecho al Vidrios? Quiere que te demos una paliza.
-¿Yo? Nada. ¿Qué le voy a hacer?
-Pues dice que te has puesto chulo con él en la barra.
-Que va. Le he saludado con la cabeza porque le conozco de Las Cuatro Cubas.
-¿Seguro?
-Claro. Tú me conoces, sabes que no voy de chulo.
-Bueno, voy a hablar con él. A ver si lo arreglo.
Terminé el sábado de borrachera con el Mona y el Vidrios.

La huida


-Catalina, me voy del convento.
-¿Qué estás diciendo? Sabes que es imposible, no te permitirán salir.
-Por la puerta desde luego que no, pero tengo otros planes: saldré entrando por una ventana. Salir entrando, parece un acertijo ¿no?
-Te vas con él, ¿verdad, Clara?
-Me voy, punto. Lo que pase después…
-Después yo me moriré de pena. No podré aguantar esto sin ti.
-No llores. Yo tampoco quiero dejarte.
-Pero te vas.
-Y tú conmigo.
-¿Cómo? ¿Y él? ¿Qué va a decir él?
-No lo sé y no me importa. Tendrá que aceptar las cosas como son. Al fin y al cabo, es sólo un sueño, una fantasía, lo mismo que yo para él. En cambio tú eres de carne, mi carne.
Una semana después Lopes izó dos sombras hasta su ventana.

Un pecado relativo


-¿Y Camilo? ¿Cómo está?
-Desgraciadamente el padre Camilo murió en la estación.
Matías cerró los ojos, uno de los monitores que le rodeaban registró la aceleración de su ritmo cardiaco. La voz del obispo, hecha a las letanías, siguió monocorde.
-Vamos, Matías, busque consuelo en su fe. Camilo está ahora con el Padre, nos escucha desde el Cielo y espera entereza de usted, su compañero de tantos años. Entregó su vida por la misión que nosotros debemos continuar.
Matías no le escuchaba, el recuerdo del amigo perdido ocupaba completamente a sus neuronas.
-¿Por qué? Dios. ¿Por qué?
-No caiga en el pecado de la soberbia. Esa pregunta puede quebrantar su fe. No debe hacérsela: Dios, nuestro señor, es el porque de todas las cosas.
Palabrería, viejas frases hechas repetidas hasta la saciedad. Expresiones rancias que cada vez tenían menos sentido para el cura herido. Pero no contestó, cualquier cosa que hubiera dicho sólo habría servido para que el obispo se extendiera aún más con aquel rollo.
-Matías, tenemos poco tiempo y hay algo de vital importancia que debo decirle. Vendrá a hablar con usted un policía, a interrogarle sobre lo sucedido en la estación. Les atacaron unos terroristas. Musulmanes por su acento y su aspecto. No les había visto nunca antes y tampoco pudo verles bien en aquel momento. Ustedes habían ido a la estación a esperar al padre Mariano que venía de San Sebastián. No sabe nada más, no recuerda. ¿Entendido?
Matías abrió los ojos.
-Su eminencia me pide que incurra en el pecado de la mentira.
-La mentira es un pecado relativo. No tenemos la obligación de decir la verdad al diablo ni a sus instrumentos.
El obispo se levantó para irse.
-La Santa Madre Iglesia confía en usted, uno de sus hijos predilectos.
Cuando salió de la habitación, Martínez, que seguía de guardia en la puerta, le besó la mano.
-Que Dios le bendiga, hijo. Y por favor, no le diga al inspector que he hablado con el padre Matías.
-No se preocupe. Mi fe está por encima de todo. Además, no estoy tan loco como para buscarme un expediente.

Tenemos un problema


Hemos ido demasiado lejos. El Vaticano no es el Chicago de los años treinta y nosotros llevamos sotanas, no trajes a rayas. Me da arcadas saberme mezclado con esos locos fanáticos de la Congre­gación, es necesario detenerlos. Hay que descubrir dónde se han llevado a las dos monjas, no podemos consentir más asesinatos. Cada vez tenemos más sangre en las manos y, lo que es peor, sangre de nuestros hermanos.
Nosotros no hemos matado a nadie. Y hemos hecho todo lo posible por evitar esta cadena de muertes: protegimos a la hermana Clara, lo mismo que intentamos con ese periodista indiscreto. Y lo pagamos caro. En el caso del comandante, su mujer y Valais no podíamos prever que el Inquisidor llegara a ese extremo.
Ahora nuestro problema es cómo acabar con la Congregación sin que salga a relucir nuestra complicidad en el asesinato de aquel estúpido que nunca debió llegar a ser Papa.
Ese fue nuestro gran error: debimos encontrar la forma de mantenerle callado sin consentir que le eliminaran.
Era imposible. Cuando se entero de las trans­fe­rencias falsas a Sudamérica quería seguir tirando del hilo, me lo dijo personalmente. Habría descubierto también el resto de las operaciones y nadie podía evitar que nos denunciara, los documentos estaban en su caja fuerte, era sólo cuestión de tiempo.
No sirve de nada darle vueltas a lo que ya no tiene remedio, seamos pragmáticos. Después de la voladura de la Cruz, la Congregación ha tenido que establecer su cuartel general en otro lugar y es muy posible que tengan allí a las monjas.
Eso suponiendo que no hayan acabado ya con ellas. Y, si de verdad queremos ser pragmá­ticos, no podemos olvidar que la hermana Clara es un peligro también para nosotros. Quizás es mejor dejar las cosas como están, les recuerdo que al intentar evitar el asesinato del periodista lo único que conseguimos fue más muertes y despertar sospechas en la policía. Aunque sepamos donde están las monjas, la Congregación no nos las entregará así, por las buenas. ¿Qué haremos?, ¿liarnos otra vez a tiros?
Podemos negociar con el Inquisidor.
Ese hombre está completamente loco, nadie puede apartarle de sus planes.

Pecado y paraíso


Cómo ha cambiado todo desde hace unos meses. Cómo he cambiado yo.
Es difícil dormir con la conciencia turbia. Siempre he sentido un poso dentro de mí que durante el día me resultaba sencillo ignorar, pero al llegar la noche, en la soledad de mi celda, era imposible desterrar de mi pecho.
La primera vez que vi desnudarse a la hermana Clara en el huerto ese poso se hizo fuego y abrasó mi cuerpo. Desde entonces soy otra. Otra que he sido siempre pero he mantenido escondida en el último rincón de mi mente.
Ni pude ni quise dominarme cuando salí a buscarla. No me arrepiento: esa noche conocí el paraíso. Ahora, si algo me preocupa de este pecado es que acabe. Ya no podría soportar el vacío de antes.
Lo que ella quiera. Cualquier cosa que ella quiera con tal de seguir teniéndola. No me importa que no quiera venir directamente a mi celda. Sé que se desnuda en el huerto para alguien que la mira desde la casa de enfrente. A lo mejor un antiguo amante.
Pero me da igual, cuando siento sus pechos contra los míos sé que ella se enciende como yo y su placer me embriaga. Qué más da lo que hace manar néctar de su sexo, lo único que quiero es beberlo, sentir que me empapa el rostro. Perderme en su carne cada noche.
Ya no rezo. ¿A quién? ¿A un fantasma por muy todopoderoso que sea? Dedico las horas de oración a pensar en ella, a recordar cada instante, cada detalle, a imaginar nuevas delicias. Y, cuando la veo en el comedor o en la capilla, un calor insoportable aparece entre mis piernas y tengo miedo de que alguna hermana note como tiemblo de pies a cabeza.

De uniforme


Me da igual las veces que lo haya contado. Repítame lo que vio.
Como le he dicho a su compañero salí de mi oficina al escuchar los disparos…
¿Cuántos?
¿Disparos? Creo que… cuatro. Sí cuatro.
Bien. Salió de la oficina ¿y?
Vi a los dos curas tirados en el suelo y al policía chorreando sangre por el pie que se arrastraba hacia la salida…
¿Por qué sabe que era policía?
Hombre. Por el uniforme.
¿Así que era un policía uniformado?
Claro. Le ayude a llegar al vestíbulo y entonces apareció el otro…
¿También uniformado?
Sí, desde luego. Me empujó de mala manera, agarró como pudo al herido y se lo llevó a rastras hasta el coche patrulla que tenían en la puerta. Arrancó y salieron a toda hostia. Justo en ese momento llegaron los policías de la comisaría de aquí, de la estación, y les conté lo mismo que ahora a usted.