–Se puede hacer.
–No digas tonterías. No tenemos dinamita suficiente ni para descascarillar semejante mole. Y aunque la tuviéramos: ¿cómo la colocaríamos en el Valle?
–Sí la tenemos. Y ya está colocada en los puntos exactos para que la Cruz se derrumbe.
–Estás loco, Álvarez.
–No, no lo estoy. Ahí fuera está esperando la clave de esta operación. Si lo permitís le haré pasar. Respondo de él con mi vida.
Nadie contestó. Álvarez interpretó el silencio como asentimiento: se levantó y salió de la habitación.
Cuando volvió, le acompañaba un anciano seco y encorvado, pero con ojos vivos de mirada franca y penetrante.
–Éste es Melchor. Miembro de la FAI desde 1933. Prisionero de los fascistas, tres penas de muerte conmutadas, trabajos forzados en Cuelgamuros hasta 1958.
–Salud, compañeros –la voz de Melchor seguía siendo joven y segura.
–Salud –contestaron todos.
–Como dice Álvarez, trabajé construyendo ese engendro. Pero, al mismo tiempo, trabajábamos también para su futura destrucción. Yo era barrenero y hubo que meter mucha dinamita para horadar la cripta. Nos las arreglamos para escamotear algunos cartuchos –Melchor sonríe con picardía juvenil–. Sólo unos trescientos. Los fuimos colocando bajo la Cruz, en sitios estratégicos. Allí llevan durmiendo más de cincuenta años, esperando que alguien los despierte para hacer saltar por los aires ese puto monumento a la infamia.
–Después de tanto tiempo no seguirán operativos.
–Muchacho, me crié entre explosivos –no había condescendencia en la voz de Melchor–. Éramos profesionales y tomamos todas las precauciones. Esa dinamita funcionaría dentro de mil años. Los hombres se corrompen, la pólvora no. Estallarán todos los cartuchos. Todos. Si vosotros hacéis bien vuestra parte del trabajo. Mirad, os explicaré lo que tenéis que hacer y dónde.
Melchor sacó del bolsillo interior de su chaqueta un papel doblado hace más de cincuenta años.
No hay comentarios:
Publicar un comentario