El pelo siempre tirante, recogido en una cola de caballo alta, acentuaba los rasgos orientales de Conchita. Yo estaba obsesionado con sus ojos grises, rasgados, duros, increíbles.
Conchita estudiaba en el Lope de Vega y yo en el Cardenal Cisneros, dos institutos próximos, femenino uno y masculino el otro, por eso la veía cada mañana en el metro. Veinte minutos para devorarla con la mirada y buscar, sin resultado, la manera de abordarla.
Un viernes, cuando volvía a cenar después de dar una vuelta con mis amigos, la vi en la puerta del cine Sanz hablando con mi vecina Encarnita. Al llegar a casa, en vez de subir, me quede en el portal esperando.
Encarnita apareció a los pocos minutos.
-Hola, Lopes. ¿Qué haces aquí de plantón?
-Oye, ¿de qué conoces a esa chica con la que estabas hablando?
Mi vecinita se echo a reír y a mí me subieron los colores.
-¿Conchita? Nos hemos hecho amigas en La Pajarita, nos vemos allí todos los sábados.
-A lo mejor voy yo también mañana.
Y subí corriendo las escaleras, dejando atrás las carcajadas de mi amiga de la infancia.
A pesar de que estaba sólo a unos doscientos metros de mi casa, yo no había estado nunca en La Pajarita y muy pocas veces en los otros antros del barrio. Mis amigos y yo preferíamos los clubes del centro y ese sábado ninguno se apuntó a acompañarme. Fui solo, mejor: cuando uno se dispone a hacer tonterías es preferible que no haya testigos.
Todo estaba saliendo a pedir de boca. A la media hora ya estaba bailando con Conchita, sueltas, eso sí, deseando que empezaran las lentas para poder abrazarla. Mientras, Encarnita bailaba con otro tipo a nuestro lado sin dejar de mirarnos y sonreír.
Pero todo se fue a la mierda. Sin mediar palabra, un macarra se encaro con el que bailaba con mi vecina y sacó una navaja, de aquellas automáticas que tanto gustaban en el barrio. Sin embargo, el amenazado no se acojonó y le hizo frente; además, un amigo suyo sujetó por detrás los antebrazos del navajero y él aprovecho para darle una patada en la mano, de tal manera que la automática voló por los aires. Empezaron a acudir amigos de uno y de otro, en la pista de baile se formo una montonera de tíos: como una melé de rugby pero mucho menos deportiva. Entonces aparecieron los gorilas del garito y empezaron a desmontar la melé tío a tío, sacándolos a la calle para que se mataran allí si querían. Algunos salían ya ensangrentados y, cuando el último de aquellos locos se fue corriendo a la puerta huyendo de las hostias y las patadas de los gorilas, en el suelo de la pista, entre manchas de sangre, quedó una oreja que alguno había perdido en la refriega.
Cuando miré alrededor las chicas habían desaparecido. Las busqué por la sala pero no estaban, así que me fui a la barra a consolarme con una cerveza. A unos metros de mí, tomándose un cubata, estaba el Vidrios. Le conocía de vista porque había trabajado de camarero en Las Cuatro Cubas, pero nunca había hablado con él. Nuestras miradas se cruzaron a través de los gruesos cristales de sus gafas y le hice un gesto con la cabeza a modo de saludo.
Volví a la pista de baile sin saber que hacer, con la vana esperanza de que Conchita hubiera regresado. Pensé largarme de allí; pero, al ir a la salida, había dos tipos que me cerraban el paso con cara de mala hostia. Otros dos a mi izquierda en el mismo plan. Y tres a mi derecha. Al girarme de nuevo hacía la pista el Vidrios y el Mona. Parecía que iba a acabar la tarde en la Casa de Socorro, o en un hospital si se ponían muy brutos.
El Mona se acercó a mí. Yo le conocía de los billares, donde contaba por las noches sus peleas de la tarde en cualquier antro.
-¿Qué le has hecho al Vidrios? Quiere que te demos una paliza.
-¿Yo? Nada. ¿Qué le voy a hacer?
-Pues dice que te has puesto chulo con él en la barra.
-Que va. Le he saludado con la cabeza porque le conozco de Las Cuatro Cubas.
-¿Seguro?
-Claro. Tú me conoces, sabes que no voy de chulo.
-Bueno, voy a hablar con él. A ver si lo arreglo.
Terminé el sábado de borrachera con el Mona y el Vidrios.
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