Pedir es un trabajo como otro cualquiera. Hay quien lo hace bien y quien lo hace mal, hay quien se humilla por unas monedas y quien conserva su dignidad. El secreto es encontrar el equilibrio, el término medio justo para conseguir la mayor efectividad. Tienes que demostrar humildad pero sin llegar al servilismo baboso. Yo me planto de rodillas en medio de la acera, con la cabeza baja y el cestillo para el dinero delante. Y no digo ni pío: nada de salmodias o mentiras melodramáticas y truculentas que nadie cree. Lo hago así desde hace más de diez años, cuando mi madre me echo de casa, y no se me da mal: hay días que en tres o cuatro horas me saco los 20 euros. Claro que no siempre es igual, a veces a la gente parece que le cuesta rascarse el bolsillo, no sé si será por el tiempo, las vibraciones esas que dicen que están en el aire o las noticias que ha dado la tele, pero se vuelven todos tacaños.
Aquella tarde no había manera de pasar de los 10 euros. Estaba pensando en abandonar e irme a comprar un bocata y un cartón de vino cuando una chica se acercó y soltó una flamante moneda de dos euros en mi cestillo. Dije muchas gracias, que educación sí que tengo, pero no levante la cabeza. Con el rabillo del ojo vi un coche negro que subía a la acera y se abalanzaba sobre nosotros. Me lance hacia la pared para esquivarle y tropecé con la chica que me había dado la espalda, me la lleve por delante y nos empotramos los dos contra el escaparate de la charcutería. Por poco rompemos el cristal. El coche me pasó a menos de veinte centímetros, volvió al asfalto y se perdió de vista a toda velocidad.
Cuando nos recuperamos del susto, era la muchacha la que no paraba de darme las gracias y repetir que la había salvado la vida. Parecía segura de que la habían querido matar a ella, aunque yo creo que eran unos rapados de esos que se dedican a atacar a indigentes. Desde luego no fue un accidente, buscaban hacer daño a alguien. El caso es que la señorita agradecida me arreó un billete de cincuenta: bocadillos y vino para una semana. Pues con todo y eso, lo que más me gustó y no puedo olvidar de aquella tarde es lo bien que olía la condenada: desde entonces tengo su perfume metido en la nariz noche y día.
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