-¿Y Camilo? ¿Cómo está?
-Desgraciadamente el padre Camilo murió en la estación.
Matías cerró los ojos, uno de los monitores que le rodeaban registró la aceleración de su ritmo cardiaco. La voz del obispo, hecha a las letanías, siguió monocorde.
-Vamos, Matías, busque consuelo en su fe. Camilo está ahora con el Padre, nos escucha desde el Cielo y espera entereza de usted, su compañero de tantos años. Entregó su vida por la misión que nosotros debemos continuar.
Matías no le escuchaba, el recuerdo del amigo perdido ocupaba completamente a sus neuronas.
-¿Por qué? Dios. ¿Por qué?
-No caiga en el pecado de la soberbia. Esa pregunta puede quebrantar su fe. No debe hacérsela: Dios, nuestro señor, es el porque de todas las cosas.
Palabrería, viejas frases hechas repetidas hasta la saciedad. Expresiones rancias que cada vez tenían menos sentido para el cura herido. Pero no contestó, cualquier cosa que hubiera dicho sólo habría servido para que el obispo se extendiera aún más con aquel rollo.
-Matías, tenemos poco tiempo y hay algo de vital importancia que debo decirle. Vendrá a hablar con usted un policía, a interrogarle sobre lo sucedido en la estación. Les atacaron unos terroristas. Musulmanes por su acento y su aspecto. No les había visto nunca antes y tampoco pudo verles bien en aquel momento. Ustedes habían ido a la estación a esperar al padre Mariano que venía de San Sebastián. No sabe nada más, no recuerda. ¿Entendido?
Matías abrió los ojos.
-Su eminencia me pide que incurra en el pecado de la mentira.
-La mentira es un pecado relativo. No tenemos la obligación de decir la verdad al diablo ni a sus instrumentos.
El obispo se levantó para irse.
-La Santa Madre Iglesia confía en usted, uno de sus hijos predilectos.
Cuando salió de la habitación, Martínez, que seguía de guardia en la puerta, le besó la mano.
-Que Dios le bendiga, hijo. Y por favor, no le diga al inspector que he hablado con el padre Matías.
-No se preocupe. Mi fe está por encima de todo. Además, no estoy tan loco como para buscarme un expediente.
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