La sangre que salía del orificio en la sien del comandante oscurecía aún más la tapicería granate del sofá. Su mujer yacía boca abajo, inerte, sobre un pequeño charco de sangre que crecía a metro y medio de la puerta entreabierta.
Había un hombre al lado del sofá y otro detrás de la puerta. Los dos de pie, sin mover un músculo ni emitir sonido alguno, los dos con una pistola en su mano derecha enguantada.
Jasón empujó un poco la puerta.
–¿Da su permiso, comandante?
Entonces vio a la mujer en el pasillo. Se acercó a ella.
–¡Señora!
El de detrás de la puerta le encañono.
–Cállate y entra
Con la pistola en la nuca le empujó hasta el sofá y se hizo a un lado mientras el otro tipo ponía su arma en la cara del guardia.
–Abre la boca.
Jasón no la abrió, pero el otro le golpeó brutalmente con el cañón en los dientes y disparó.
Luego se agacho, cogió la mano del ya cadáver y la apretó en torno a la culata. Se levantó y, sin pronunciar palabra, los dos hombres salieron rápidamente del apartamento.
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