El mundo vuelve a mí. ¿Dónde he estado? ¿En la nada? Primero los sonidos: leves, lejanos, extraños todavía. Con la consciencia la memoria, y con ellas la conciencia. Mi cuerpo, mi recipiente, mi cárcel. El dolor, un dolor general, total. Soy el dolor, mi cuerpo es dolor. Abrir los ojos, por fin, rodeado de cables, tubos y aparatos: mi cuerpo. Absurdos cachivaches que son ahora parte de este cuerpo torturado y olvidado durante un tiempo indeterminado. Un segundo, una eternidad.
Una sonrisa tensa mis labios resecos. La alegría de no ser. El júbilo de la nada instalada en mi mente. Pasé tan cerca de la muerte que pude saludarla, ver su rostro sosegado y hermoso. No quiso acogerme entre sus brazos. Me rechazó con la amabilidad de una mujer que te quiere pero ni te ama, ni te desea. Me despidió con unas palmaditas en la espalda.
–Quizás en otra ocasión.
Y ni rastro de Dios. Tampoco en este último rincón. Toda una vida buscándolo, en cada mirada, en cada amanecer. Un interminable juego del escondite, como en la infancia, cuando sin previo aviso mi amigo abandonaba y se iba a casa, y yo le seguía buscando horas y horas pensando que el juego continuaba. Tantas plegarias: invocaciones, gritos silenciosos, siempre sin respuesta. Mis lágrimas mojando el cemento frío y sucio del andén, con la espalda quebrada por un rayo de plomo. Y yo solo, sin Dios, sin Virgen, ninguna zarza ardiendo. Solo: como cada hombre.
Una enfermera se acerca. Sus ojos encuentran los míos abiertos al mundo de nuevo, comprueba sorprendida los monitores, ajusta los sueros, me sonríe.
-Esté tranquilo. Se pondrá bien. Voy a avisar al doctor.
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