He estado pocas veces en un depósito de cadáveres. Pero siempre, independientemente de la época del año y de la temperatura exterior, un frío extraño se mete en mis huesos y se apodera de mí. Quizás sea una reacción solidaria de mi cuerpo con los huéspedes de tan tétrico lugar.
El inspector Carretero me esperaba en el hall: sabía que iría a primera hora.
–Buenos días, Lopes. Ha madrugado.
–Buenos días. Los malos tragos cuanto antes mejor.
Le seguí por un pasillo hasta una puerta a la derecha. El alicatado de las paredes y la fría luz de los fluorescentes me hacían pensar en una casa surrealista, toda cocina y cuarto de baño. La parte derecha de la sala en la que entramos estaba completamente ocupada, del suelo al techo, por nichos con puertas de acero inoxidable.
–El número quince, por favor.
Un enfermero diminuto, todo gafas y nariz, dejó a un lado el periódico que estaba leyendo y fue a abrir la puerta que Carretero le había indicado. Tras ella salió del nicho una camilla sobre la que reposaba un bulto cubierto con una sábana, blanca como todo allí.
Empecé a tiritar mientras me acercaba. El enfermero descubrió el cadáver. Estuve observándole unos segundos, después me volví al inspector.
–Ese muerto tiene la cara destrozada. ¿Cómo quiere que le reconozca?
–Bueno, parece que se ensañaron con él. Pero hay otras cosas: el pelo, la ropa, algún detalle que conociera de su amigo…
–Es difícil asegurar nada. Waldo llevaba normalmente el pelo más largo, pero pudo habérselo cortado y el color si parece el de él. Tenía un traje gris pero entre la sangre y los destrozos no puedo jurar que sea ése.
Volví a examinar el cadáver.
–¿Algún detalle?
–Eso miraba. Waldo siempre llevaba un anillo y este hombre no lo tiene pero en su anular izquierdo hay una marca muy clara, si pudiera ver ese anillo…
–Es usted muy observador. Pero me temo que no podrá verlo: no lo tenía cuando le encontramos.
–Entonces no sé qué decirle. Siento no poder ayudarle más.
–No se preocupe, seguiremos investigando. La autopsia nos aclarará muchas cosas.
Cuando salí a la calle el frío me abandonó por fin y pude sonreír tranquilo: había mentido: Waldo nunca tuvo un traje gris y jamás llevó anillo.
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