Aún faltaba más de una hora para la llegada del tren y ya estaba Waldo en la estación. Sacó “El Apoyo Mutuo” de la bolsa que llevaba en bandolera y se sentó a leer en un banco del andén.
Sólo había leído un par de páginas cuando levantó la vista del libro. Dos curas y un hombre gris con traje gris se acercaban a él. El de gris tenía el pelo espeso y abundante, lucía un grueso bigote y tenía una bolsa de viaje en la mano.
Uno de los curas era pequeño, casi completamente calvo, con una barbita leve y escasa. Llevaba sotana preconciliar un poco ajada ya por el uso.
El otro cura era enorme y moreno. Grande, pero con cara de niño. Le debía haber costado un triunfo abrocharse el botón de la chaqueta del cleriman que amenazaba con reventar en cualquier momento.
Repentinamente, dos policías de uniforme –¿de dónde salieron?– aparecieron junto a ellos. Eran jóvenes, sobre todo uno, bajito y delgado. A primera vista no imponían mucho, sin embargo, el pequeño, seco y seguro, con cara de mala leche, soltó:
—El carné los tres, vamos.
—Bendito sea Dios. ¿No ve usted que somos sacerdotes? —dijo el cura calvo con tono de santa indignación.
—Nadie es sacerdote sólo por llevar sotana.
—Ni policía por llevar uniforme —terció el cura gordo, entre dientes.
El policía bajito reparó entonces en la bolsa del hombre gris.
—¿Qué llevas ahí? —preguntó.
—Nada. Ropa y cosas personales.
—Déjala en el suelo y abre la cremallera. Pero ni se te ocurra meter las manos dentro —le ordenó el policía.
El de gris obedeció, pero mirando alrededor, buscando una dirección para echar a correr. El policía más alto sacó la pistola y le encañonó. Los curas se habían quedado petrificados, con los carnés en la mano, sin mover un músculo.
El policía bajito se agachó, metió la mano en la bolsa y sacó una escopeta con los cañones cortados. En ese momento, el cura gordo, con una agilidad insospechada por su aspecto, saltó por el centro del grupo y empezó a correr hacía Waldo. El policía levantó la recortada y disparó.
Le dio en plena espalda. A Waldo se le vinieron encima más de cien kilos de carne con la fuerza de la carrera más el empujón del impacto. El choque hizo crujir todos los huesos de su cuerpo. El gordo se quedó abrazado a su cuello y, babeándole la oreja, susurró:
—No son policías.
Echó atrás la cabeza y, con la cara pegada a la de Waldo, le señaló hacia abajo con la mirada: en la cintura tenía un pequeño revolver. Waldo lo cogió instintivamente. El cura le miró con cara de vértigo y se desplomó a un lado.
Aprovechando el instante de distracción, el otro cura y el hombre gris también habían echado a correr, cada uno en una dirección.
La sotana no es la ropa más apropiada para hacer futin. El policía alto disparó su pistola contra el cura calvo que cayó sobre el andén y se quedó allí, encogido y quieto, llorando.
El bajito disparó con la recortada al de gris, pero éste, al oír el sonido de la pistola, se había echado al suelo, de manera que el disparo de la recortada, décimas de segundo después, pasó por encima de su cabeza. Inmediatamente se levantó y siguió corriendo. El policía tiró la recortada y sacó su pistola.
—¡Síguele! ¡Coño, síguele!
El policía bajito empezó a correr tras él. Entonces el más alto se volvió hacia Waldo. Sin saber cómo, Waldo sintió una explosión en su mano derecha. La bala atravesó el pie del policía, que soltó el arma y cayó al suelo gritando de dolor.
Waldo miró en su mano la pequeña pistola, luego, a sus pies, el cadáver del cura con la cara sobre “El Apoyo Mutuo”. Algo cambió en él. Obedeciendo ya sólo a su instinto, echó a correr.
Corrió como nunca había corrido, hasta que creyó morir. Entró en un portal, no sabe de qué calle, y se desplomó en las escaleras del interior. Tardó más de un cuarto de hora en recuperar el resuello. Quizás por primera vez, sintió el animal que tenía dentro, que era. No había corrido como loco por miedo, el instinto de supervivencia lo había barrido de su mente, también había hecho que su dedo apretara el gatillo. Ahora, aunque su cabeza era un torbellino, seguía sintiendo aquella fuerza animal dentro. El piloto automático de su cuerpo había tomado el mando.
Recuperado y con el sudor casi seco, salió y caminó un par de manzanas. Como todo parecía tranquilo y tenía la boca seca, entró en un bar y pidió una caña. Al ir a coger el vaso descubrió que tenía sangre en las manos. Fue rápidamente al servicio y se las lavó.
No hay comentarios:
Publicar un comentario