sábado, 11 de diciembre de 2010

Striptease sacro


Siempre he padecido insomnio. No recuerdo una noche dormida de un tirón. En las largas horas vacías de sueño mi pasatiempo preferido es mirar por las ventanas.
Un desengaño amoroso me había empu­jado a aquel apartamento, justo sobre el convento de clausura. La ventana del dormitorio daba direc­ta­mente al jardín-huerto interior de las monjas. Alquilé el apartamento por aquella ventana: el huerto era un oasis en el corazón de la gran ciudad.
En mis noches en vela había observado un curioso fenómeno, que se me antojaba mágico: si el cielo estaba cubierto, quizás porque las nubes reflejaban las luces de la ciudad, el huerto se llenaba con una claridad extraña, que no se sabía bien de donde procedía y en la cual los objetos no hacían sombras. En ocasiones parecía pleno día.
La primera vez que la vi, pensé que se trataba de una alucinación, pero solo me había fumado un par de porros y mi particular locura no había llegado a esos extremos. Aquella noche la claridad que inun­daba el huerto era especialmente lechosa y, a la vez, hacía brillar las cosas. Apareció al fondo del huerto, como una sombra. Parecía flotar mientras avanzaba hasta que se paró justo en el centro. Entonces levantó su rostro hacia mí. Aunque a esa distancia no distin­guía sus rasgos, sentí que su mirada me atrave­saba hasta clavarse en mi nuca. Un espasmo de dolor-placer recorrió mi espina dorsal.
Luego empezó a desnudarse lenta, muy lenta­mente. El placer que experimenté aquella noche no se puede describir, sólo confesaré que mi estado era tal, que cuando se quedó completamente desnuda, sin haber dejado de mirarme ni un solo instante, perdí el conocimiento.
Me encontró el sol tirado en el suelo, con la cabeza girando en un torbellino y los calzoncillos manchados de semen seco.
Aquello se repitió noche tras noche. Al cabo de un mes mi deterioro físico se comentaba en la oficina.
Desde la primera aparición no sólo pasaba mis noches de insomnio pegado a la ventana: en realidad, sólo me separaba de ella lo imprescindible, tal era mi obsesión con el huerto. Estaba pendiente de cada movimiento de las monjas. Dos veces al día, al amanecer y al atardecer, cuatro o cinco de ellas salían a pasear al huerto. No hablaban, no caminaban juntas y, aunque se cruzaran, ni siquiera se miraban.
Nunca reconocí a mi aparición nocturna entre aquellos pálidos rostros. Incluso compré unos prismáticos, aunque sabía que eran completamente inútiles, porque, si hubiera estado allí, sus ojos se habrían clavado en mi cerebro, como cada noche.

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