Sólo diez minutos después de la hora prevista el tren entró en la estación torpe y majestuoso. Asomada a la ventanilla, Laura buscó entre las sonrisas que esperaban en el andén, pero ninguna era para ella. Algo triste y desconcertada bajó del vagón, siguió buscando entre abrazos y bienvenidas sin resultado: nadie había venido a recibirla. Arrastrando su pequeña maleta con ruedas se dirigió a la salida.
Multitud de curiosos se agolpaban en torno a una zona acotada por una banda de plástico con el anagrama de la policía.
–¿Qué ha pasado?
–No sé. Parece que ha habido un tiroteo y han matado a un tío. Líos de drogas, seguro.
Se puso de puntillas y alargó el cuello para intentar ver lo que ocurría dentro. Le dio un vuelco el corazón: unas manos envueltas en látex introducían en una bolsa un viejo ejemplar de “El apoyo mutuo” manchado de sangre. Forcejeó hasta colocarse en primera línea de los curiosos. En el suelo, junto a un banco, una tela plateada cubría lo que debía ser un cadáver, un hilo de sangre se deslizaba bajo sus pliegues. Reprimió el primer impulso de entrar en la zona y levantar la tela para ver el rostro del muerto. No podía ser él, era demasiado voluminoso, de aquel fiambre se podían sacar dos o tres waldos por lo menos. Pero había estado en el fregado, conocía de sobra el libro, era suyo, no le cabía duda. En el espacio acotado, aquí y allá, había otras manchas de sangre.
–¿Cuántos muertos ha habido?
–Sólo ese y un herido que se han llevado hace un rato.
–¿Cómo era?
–No le he visto bien, pero también era cura.
–¿Cura?
–Sí. Lo mismo que ese que está tapado
Respiró aliviada. Waldo podía haberse convertido en cualquier cosa, pero en cura jamás.
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