Otra noche más soñando despierta, pero sin poder dormir. Parecía que iba a ser una noche como tantas otras. Nada era diferente, sólo la extraña luminosidad que entraba por la ventana de mi celda era más clara y lechosa que nunca. Era como estar dentro de una nube de luz.
Me levanté y me acerqué para mirar por la pequeña ventana que daba al huerto. En el edificio de enfrente sólo había una luz encendida, como cada noche desde hacía unos días. Y en el quicio de aquella ventana tenuemente iluminada se recortaba, como siempre, la silueta de un hombre. Me turbaba y excitaba. Era extraño, pero, de alguna manera, compartía mis noches en vela con aquella presencia. Cuando, presa de mi excitación, terminaba masturbándome, era su mano la que me acariciaba y podía ver su rostro claramente sobre mí, aunque al día siguiente no sería capaz de describirlo.
¿Qué atrae a las mariposas nocturnas hacia la luz? Una fuerza semejante, que provenía de aquella ventana, me empujó a salir de mi celda y dirigirme al huerto. Aunque no podía distinguir sus rasgos en el contraluz de la ventana, sentí sus ojos acariciando mi piel, entrando dentro de mí, poseyéndome.
Con el cuerpo ardiendo empecé a desnudarme. Cada prenda que me quitaba, cada parte de mi cuerpo que dejaba al descubierto, me producía una brutal oleada de placer. El fuego crecía más y más en mi interior. Cuando, por fin, me quite las bragas y rocé mi sexo con la punta de los dedos, una enorme llamarada me envolvió y perdí la consciencia.
Viajé a los laberintos del placer. Besos de labios ardientes llenaron mi boca; manos tibias y temblorosas exploraron mis últimos rincones; descubrí tesoros de fuego entre muslos de nieve; lava pura resbaló por mi rostro, por mi lengua, por mi garganta; pechos hermanos se fundieron con los míos en un carrusel de dulzura; la extenuación se escondía tras el deseo de aquel cuerpo que vibraba con el mío. Por momentos, aquella tormenta de pasión parecía calmarse pero sólo para explotar de nuevo con mayor violencia, para llevarnos aún más lejos en el universo de la carne.
Cuando me despertó el toque de maitines estaba en el camastro de la hermana Catalina, ella estaba desnuda a mi lado, su mano en mi pecho, sus ojos verdes y húmedos mirándome fijamente, asustada y feliz.
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