sábado, 11 de diciembre de 2010

La reclusa


Mis hábitos nocturnos no me producían ningún problema de conciencia. Yo no era monja por vocación, era lo que entre nosotras llamábamos, con propiedad, una reclusa. Aquel cura pequeño y calvo, con cara de sabandija, me lo dijo bien claro:
Sólo existe un lugar seguro para ti: un convento de clausura. Fuera corres el riesgo de sufrir un accidente en cualquier momento.
No sé si me amenazaba o quería protegerme, pero, desde luego, hablaba en serio. Yo tenía mucho miedo, tenía motivos para tenerlo, hacía apenas unas horas habían intentado atropellarme por tercera vez en sólo dos días. Un coche se subió a la acera buscándome. El oportuno empujón de un indigente en el último instante me salvó la vida. No tenía duda: aquello estaba relacionado con Jasón. Su muerte fue lo más terrible que había ocurrido en mi vida. ¿Cómo alguien tranquilo y educado podía convertirse en un asesino suicida sólo cinco minutos después de haberme prometido que me llamaría la noche siguiente? No podía creerlo.
No se puede dudar de la versión oficial del Vaticano. ¿Comprendes, Clara? Ningún creyente pue­de dudar –me ordenó el cura gordo.
Yo no soy creyente –contesté.
Pero hice caso a los dos curas y me dejé encerrar entre estos muros. ¿Podía hacer otra cosa?

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